El mismo sitio, las mismas cosas by Tim Gautreaux

El mismo sitio, las mismas cosas by Tim Gautreaux

autor:Tim Gautreaux [Gautreaux, Tim]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T00:00:00+00:00


EL FUMIGADOR

Eran las cinco y Felix Robichaux, el fumigador, avanzaba en su camioneta bajo los copudos robles de Virginia del largo camino empedrado de la casa de la Reina de la Belleza. Cogió una bomba con un tanque de cuatro litros de la caja de su pequeña pick-up blanca, y subió y bajó pacientemente la manija cinco veces. Cuando un cliente habitual no estaba en casa y no había cerrado la puerta con llave, podía fumigar la casa y dejar la factura en la encimera. Pero ella tenía su resplandeciente coche aparcado en el camino, así que él miró a través de la puerta de cristal de la cocina. Una jarra de café humeaba junto al fregadero, de lo que dedujo que la señora Malone había llegado de la oficina. Dio un par de golpecitos en el cristal con la brillante boquilla de latón que remataba la varilla de la bomba, y apareció ella, rubia y guapísima, con un vestido azul marino.

—Señor Robichaux, supongo que ya ha pasado un mes. Me alegro de verle.

A él siempre le había parecido gracioso que lo llamara señor, teniendo en cuenta que era cinco años más joven que ella. A sus treinta y un años, Felix Robichaux era el desinsectador autónomo más próspero de Lafayette, Luisiana.

—¿Y usted qué tal?, —preguntó él, mostrando una amplia sonrisa.

—Ya me conoce, ni fu ni fa.

Ella se volvió para colocar varios platos en el fregadero. Él recordaba que todo lo que ella le había ido contando durante años sobre ella y su difunto esposo estaba rodeado de un halo de tristeza. El fumigador no estaba seguro de por qué le contaba a él ese tipo de cosas. Más tarde o más temprano, la mayoría de sus clientes le acababan contando sus vidas. Empezó a recorrer la casa rociando cuidadosamente los rodapiés, e hizo lo propio con los alféizares de las ventanas, la oscura grieta que había detrás del piano, el perfumado baño, los armarios, en donde colgaban cachemiras y sedas… No tardó en volver a la cocina y agacharse por detrás de la nevera y por debajo del fregadero.

—¿Quiere una taza de café?, —le preguntó ella.

Entonces, como había hecho de vez en cuando durante cinco años, se sentó con ella en la mesa de nogal de la cocina, desde donde contempló el precioso jardín, planificado con más esmero que la vida de algunas personas: arriates de vincapervinca a los pies de los oscuros robles, senderos de ladrillo que serpenteaban por un césped impecable, y en el centro, una piscina vacía cubierta por un tejado sustentado en pilares. Hacía cuatro años que la Reina de la Belleza se había quedado viuda, y no tenía hijos. Él la llamaba la Reina de la Belleza porque ella le había contado que había ganado un concurso; él no recordaba cuál: el de Miss Nueva Orleans, quizás. Todos sus clientes tenían un mote, que él compartía únicamente con su mujer, Clarisse, baja, morena, bonita, que trabajaba como auxiliar en un colegio. A ella le gustaba la cercanía de los niños porque no podía tener hijos.



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