El Infierno by Henry Barbusse

El Infierno by Henry Barbusse

autor:Henry Barbusse
La lengua: spa
Format: epub
Tags: prose_contemporary
ISBN: 9788493524517
editor: www.papyrefb2.net


X

Hablaba de la música.

—¿Por qué —dijo— hace en nosotros tanta impresión el ritmo?

"En medio del desorden de la naturaleza, la creación humana lleva, dondequiera que se manifiesta, su gran principio de regularidad y monotonía. Sólo obedeciendo a esa dura ley medra y se afianza de un modo sólido una obra, cualquiera que sea. Esa austera virtud diferencia la calle del valle y eleva una escalera de peldaños uniformes en la montaña del ruido. Porque el desorden no tiene alma, y la regularidad es pensante.»

Habló después de la proporción, de la armonía y de la unidad. Sólo oía fragmentos de sus frases, como si el viento me trajese a bocanadas el olor del campo y del amplio mar.

Llamaron a la puerta.

Era la hora del médico. El se levantó, vacilante, agotado y vencido delante de ese dueño.

—¿Cómo va desde ayer?

—Mal —respondió el enfermo.

—Vamos, vamos —dijo tranquilamente el recién llegado.

Les dejaron solos a ambos. El enfermo se volvió a sentar, con una lentitud y una torpeza ridículas. El doctor quedaba de pie entre él y yo. Luego preguntó:

—Bueno; ¿y ese corazón?

Durante un instante, que me pareció trágico, ambos bajaron la voz, y así, en tono quedo, hizo el enfermo a su médico la confesión de otra jornada más de su enfermedad.

El hombre de ciencia escuchaba, interrumpía, movía la cabeza en señal de aprobación. Dio por terminado el relato repitiendo, esta vez en voz baja, la jovial y tranquilizadora interjección de antes, con el mismo ademán amplio, sosegado.

—¡Vaya, vaya, veo que no hay novedad!...

Se apartó hacia un lado, y vi al enfermo: las facciones tensas, los ojos despavoridos por haber hablado del lúgubre misterio de su mal.

Se calmó un poco y se puso a hablar con el médico, que, con el aire más bonachón del mundo, se había repantingado en una silla. Tocó algunos temas triviales de conversación, y luego, como un maldecido por su mal, volvió a aquella cosa siniestra que llevaba consigo: la enfermedad.

—¡Qué vergüenza! —dijo.

—¡Psch! —hizo el médico, aburrido.

Después se levantó.

—¡Vaya! Hasta mañana.

—Sí; para la consulta.

—Eso es. Hasta mañana.

Y el médico se fue con paso ligero, llevando consigo todos sus sangrientos recuerdos, toda esa carga de miserias cuyo peso ignora.

Acababa sin duda de terminar la consulta. Se había abierto la puerta. Entraron dos médicos; me parecieron incómodos a juzgar por sus movimientos. Se quedaron en pie. Uno era joven y el otro viejo.

Se miraron. Yo trataba de penetrar el silencio de sus ojos, la sombra que había en sus cabezas. El más viejo se acarició la barba, se apoyó en la chimenea, puso la vista en el suelo y soltó estas palabras:

—Casus Lethalis... y yo añadiría: properatus.

Había bajado la voz, por temor a ser oído por el enfermo y también por la solemnidad de aquella sentencia de muerte.

El otro movió la cabeza en señal de aprobación; hubiérase dicho de complicidad. Ambos se callaron, como niños en falta. De nuevo se miraron.

—¿Qué edad tiene?

—Cincuenta y tres años.

El médico joven observó:

—Suerte ha tenido en llegar hasta esa edad.

A lo que el viejo replicó filosóficamente:

—Sí que la tuvo.



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