El hombre sentado by Ariel Magnus

El hombre sentado by Ariel Magnus

autor:Ariel Magnus [Magnus, Ariel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: S2
ISBN: 9789871673285
editor: Eterna Cadencia
publicado: 2013-12-26T05:00:00+00:00


EL HOMBRE ACORRALADO

“¡Siguen mandando flores!”, exclamó la enfermera con un asombro rayano en la indignación. Había entrado casi corriendo, se detuvo apenas para mostrar los nuevos ramos y luego los colocó junto a los que se alineaban sobre la mesita de vidrio al fondo del cuarto. Había más al otro lado de la puerta, sobre una mesa de caoba cargada de portarretratos, lo que no permitía apreciar las esvásticas grabadas en su superficie. La flanqueaban una silla señorial y una pequeña alfombra persa. Arriba colgaba de la pared un antiguo sable y, no menos antiguo, un retrato del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas (r).

Al que nadie hubiera reconocido en la figura del viejo demacrado e hirsuto, de boca cadavérica y ojos sin dientes, envuelto en una sábana blanca como una larva, que ahora sacudía los barrotes de aluminio que lo protegían de caerse de la cama. Una enfermera morruda, casi un clon de la florista, intentaba adecentarle la cabellera blanca con un peine de mujer.

–Es normal cuando alguien cumple cien años y fue tan poderoso que se convirtió en general y millonario –comentó la peinadora.

–¿Millonario? –intercedió el médico de delantal abierto–. Es lo mínimo que puede decirse cuando se trata del terrateniente más importante del país. Ocho mil hectáreas de tierra de cultivo y el doble de bosque. En total hacen veinticuatro mil hectáreas, lo que en metros cuadrados da...

–Doscientos cuarenta millones, ¿no? –lo ayudó su colega de delantal cerrado.

–Exacto. Doscientos cuarenta millones de metros cuadrados de tierra. –Avanzó una doscientoscuarentamillonésima parte de esa cifra sobre el linóleo de la habitación–. Y sin contar los ocho lagos que también posee.

El viejo lanzó un gemido de jactancia o rectificación (acaso los lagos eran nueve) y los médicos cruzaron el pasillo interno hacia el cuarto de enfrente.

–¡Qué fantástico! –admiró la peinadora al magnate.

–¡Increíble! –se sumó la florista, embelesada.

–Oh, oh –la peinadora reinterpretó el gemido–. Creo que es la hora del orinal.

La peinadora alzó a la larva por los sobacos de modo que la florista pudiera colocarle el recipiente de acero bajo la cadera.

–¡Ya están aquí! –un hombre de traje oscuro se asomó al cuarto de los médicos y luego repitió el anuncio hacia este lado del pasillo.

El gusano jadeó, esta vez de alivio, y un intenso olor a militar invadió la habitación justo en el momento en que empezaron a hacer su ingreso los mierdas. Menos la secretaria del general Bengtsson, eran todos hombres, trece en total, catorce ahora que se les sumaba el textista beodo. Se habían sacado el sombrero y formado un semicírculo alrededor de la cuna. Suponían que el tufo era normal, o al menos disculpable, en una persona tan deteriorada, prácticamente putrefacta. Igual trataban de no respirar por la nariz.

–Honorable General y Comandante en Jefe emérito –el general Bengtsson se había adelantado hasta la cuna del viejo y tras ponerse los anteojos desplegó un pequeño papelito–. Es propio de la condición humana el envejecer. A los años se añaden los años, a la experiencia, la experiencia, durante nuestro incesante viaje alrededor del Sol.



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