El corresponsal by Alan Furst

El corresponsal by Alan Furst

autor:Alan Furst [Furst, Alan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2005-12-31T16:00:00+00:00


EL PACTO DE ACERO

20 de abril de 1939.

—Il faut en finir.

«Esto tiene que terminar.» Eso dijo el cliente que ocupaba la silla contigua a la de Weisz en la barbería de Perini, en la rue Mabillon. No se refería a la lluvia, sino a la política, una opinión generalizada esa primavera. Weisz lo oyó en Mère no sé qué o Chez no sé cuántos, se lo oyó a madame Rigaud, propietaria del Hotel Dauphine, y a una mujer de aspecto digno que hablaba con su compañero en el café de Weisz. A los parisinos se les había agriado el humor. Las noticias nunca eran buenas, Hitler no se detenía. «Il faut en finir», cierto, aunque la naturaleza de ese final, algo típicamente galo, era críptica: Alguien ha de hacer algo, y estaban hartos de esperar.

—Esto no puede seguir así —apuntó el de la silla de al lado. Perini sostuvo en alto un espejo para que el hombre, volviéndose a izquierda y derecha, pudiera verse por detrás la cabeza—. Sí —aseguró—, me gusta. —Perini le hizo una señal al limpiabotas, que le llevó al hombre el bastón y luego lo ayudó a bajarse trabajosamente del asiento—. La última vez me cogieron —les dijo a los de la barbería—, pero tendremos que pasar por ello otra vez.

Con un susurro compasivo, Perini soltó el batín protector que el cliente llevaba sujeto al cuello, lo retiró con un movimiento preciso, se lo entregó al limpiabotas y, acto seguido, agarró un cepillo y le dio un buen repaso al traje del cliente.

Era el turno de Weisz. Perini reclinó la silla, agarró con destreza una toalla humeante del calentador y envolvió con ella el rostro de Weisz.

—¿Lo de siempre, signor Weisz?

—Sí. Sólo recortar, no demasiado —puntualizó éste, la voz amortiguada por la toalla.

—¿Y un buen afeitado?

—Sí, por favor.

Weisz esperaba que el hombre del bastón estuviese equivocado, pero temía que no fuera así. La última guerra había sido un auténtico infierno para los franceses, carnicería tras carnicería hasta que las tropas no pudieron soportarlo más: se registraron sesenta y ocho amotinamientos en las ciento doce divisiones francesas. Intentó relajarse, el calor húmedo abriéndose paso por su piel. Detrás, en alguna parte, Perini canturreaba una ópera, satisfecho con el mundo de su establecimiento, convencido de que nada lo cambiaría.

El día veintiuno recibió una llamada en Reuters.

—Carlo, soy yo, Véronique.

—Conozco tu voz, cariño —repuso Weisz con dulzura.

Le sorprendía que lo llamase. Hacía unos diez días más o menos que lo habían dejado, y suponía que no volvería a saber de ella.

—Tengo que verte —pidió—. Inmediatamente.

¿De qué iba aquello? ¿Lo quería? ¿No podía soportar que la hubiese dejado? ¿Véronique? No, ésa no era la voz del amor perdido, algo la había asustado.

—¿Qué ocurre? —preguntó él con cautela.

—Por teléfono no, por favor. No me obligues a contártelo.

—¿Estás en la galería?

—Sí. Perdóname por…

—No pasa nada, no te disculpes, estaré ahí en unos minutos.

Al pasar ante el despacho de Delahanty, éste alzó la cabeza, pero no dijo nada.

Cuando Weisz abrió la puerta de la galería oyó un taconeo en el pulido suelo.



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