El color del dinero by Walter Tevis

El color del dinero by Walter Tevis

autor:Walter Tevis [Tevis, Walter]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1984-02-15T00:00:00+00:00


Se lo enseñaría a Fats y le preguntaría qué opinaba. Terminó su bebida y pidió otra, dejando que la suave calidez de su estómago se extendiera por todo el cuerpo mientras pensaba en el billar.

Cuando retiró el taco de la taquilla estaba silbando. Comenzó a moverse por entre la muchedumbre de compradores navideños en dirección a la pancarta.

Cuando llegó ya era hora de empezar, pero Fats no se había presentado. La mesa estaba dispuesta y a punto; una Brunswick, para variar, con un discreto tapete verde. Había al menos un centenar de espectadores sentados en los bancos, y otro centenar deambulando por allí en espera de que comenzaran. Pero el tiempo transcurría sin que llegara Fats. Eddie llamó al Ramada Inn y la centralita le conectó con la habitación de Fats, pero no respondió nadie. El director del centro comercial se comunicó con la oficina de Enoch Wax, en Lexington; Enoch no sabía nada de Fats. Eddie esperó durante una hora, practicando algunos tiros difíciles para entretener al público y también para no estar sin hacer nada. A las tres y veinte, Fats seguía sin llegar y las gradas estaban prácticamente vacías. Eddie se despidió del director, volvió a la pizzeria Tony’s, tomó una copa y, finalmente, llamó a un taxi para que lo llevara al Ramada Inn.

—El señor Hegerman se ha registrado este mediodía —le dijo el recepcionista.

—¿Puede dejarme entrar en su habitación? —preguntó Eddie. Había tratado de llamar por el teléfono interior, pero en vano. Luego había buscado en el bar, el restaurante, la cafetería y había regresado a recepción.

—¿Es usted el señor Felson? —inquirió el recepcionista—. ¿El socio del señor Hegerman?

—Sí. ¿Me deja su llave?

—Sheryl le acompañará, señor Felson.

Descubrió que Sheryl era la mujer de cabellos teñidos que atendía la ventanilla de la caja. Eddie la siguió a través del vestíbulo y por un largo corredor. Una vez ante la habitación 117, ella le tendió la llave y le dejó abrir a él mismo.

Fats estaba en la cama. Estaba vestido y sentado, con los ojos abiertos y el rostro petrificado como el de una estatua de cera. Era obvio que estaba muerto.

En el avión de regreso a Lexington, Eddie tomó cuatro Manhattans. Cuando llegó al apartamento, iba tan borracho como no lo había estado desde hacía años, aunque no se le notaba. Pasaba ya de medianoche cuando Arabella le abrió, vestida con las braguitas y la camiseta que a veces se ponía para dormir.

—Fats ha muerto —anunció nada más dejar la bolsa y el estuche del taco—. Llegó a Indianápolis, pero murió antes de la partida.

Pasó a la cocina y abrió una botella de cerveza.

—Es duro —respondió Arabella—. Muy duro.

Eddie se sirvió la cerveza en una vaso y contempló cómo se deshacía la espuma.

—Hasta muerto —añadió—, tenía buen aspecto, el cabronazo.

Arabella sonrió ligeramente.

—Me gustaría haberlo conocido. —Vaciló unos instantes—. Ha llegado algo para ti mientras estabas fuera.

Se dirigió hacia la cómoda coreana de la sala y sacó un paquete grande y plano.

Llevaba el matasellos de Miami. En la esquina superior izquierda constaba una dirección para el retorno, pero ningún nombre.



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