El caso Bramard by Davide Longo

El caso Bramard by Davide Longo

autor:Davide Longo [Longo, Davide]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2014-05-06T00:00:00+00:00


30

Estuvo dos horas dando clase; después pasó una hora en la biblioteca, corrigiendo exámenes, y otra paseando por el patio, haciendo tiempo hasta que llegase la clase de la una. Los miércoles Monica tenía el día libre, así que no habló con nadie, salvo con una compañera que le pidió que durante la última hora se encargara de dos estudiantes que seguían saltándose su clase para evitar que los sacara a la pizarra para evaluarlos. Cuando al final de la jornada sonó el timbre, esperó a que la clase y los pasillos se quedaran vacíos; después fue a la sala de profesores para dejar su registro de alumnos ausentes y bajó al comedor del instituto. Comió sin apetito. Tenía una cita con Isa a las tres y media frente al teatro situado a la entrada de la ciudad. Pidió un café. Un aspa del ventilador del techo del comedor crujía. Los periódicos eran algo que no manejaba desde hacía años. A lo sumo, un poco de radio. La espera hasta las tres de la tarde se le hizo larga.

Cuando salía del centro camino del Polar vio a los dos estudiantes, que estaban fumando, apoyados en la verja exterior, con un pie contra la pared. Cuando se dieron cuenta de su presencia, bajaron la pierna.

—¡Gracias, profesor! —exclamó el delgado, el más listo—. ¡Nos ha salvado!

Corso abrió la puerta del coche. No le caían bien, sobre todo el delgado y listo, que lo era de una forma vulgar. En los tiempos en los que su vida era fácil, habría calificado al otro de estúpido. Pero era buena persona, solo tenía tres pantalones —que iba rotando a lo largo del año—, y no podía hacer grandes avances ni tampoco, por tanto, grandes daños.

—Le he dicho que mañana os presentaréis voluntariamente a salir a la pizarra —respondió.

—¿Mañana? —preguntó el estúpido con la voz helicoidal que tienen los estúpidos.

—¿Qué tenéis que hacer hoy?

—Nada —dijo el estúpido.

—Yo tengo fútbol —apuntó el otro.

Corso se sentó al volante.

—Le he dicho mañana —explicó—. Depende de vosotros.

Avanzó rápido. La carretera estaba limpia y fluida. El día, aún caluroso, pero despejado y primaveral. El trigo, el centeno y todo aquello que el calor asfixiante de las últimas semanas había hecho crecer demasiado deprisa parecía tomarse un respiro, apoyándose en un viento apenas fresco, apenas viento, y en la sombra de ciertas nubes prometedoras.

Isa lo esperaba sentada en la acera. Junto a ella, una motocicleta de enduro, alta, negra, agresiva y con un depósito que, desde luego, no era del fabricante original. Se había quitado el casco, pero no la chupa, y estaba escribiendo en su iPhone. Cuando lo vio se colgó el bolso en bandolera, se puso el casco y se montó en el sillín.

Después del paso elevado sobre las vías del tren, Corso dejó atrás un par de semáforos, situados muy cerca el uno del otro; a continuación puso el intermitente y aparcó. Isa se detuvo en la sombra lateral de un kiosco y acto seguido, una vez sujetos con



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