El último tren a la zona verde by Paul Theroux

El último tren a la zona verde by Paul Theroux

autor:Paul Theroux [Theroux, Paul]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 2012-12-31T16:00:00+00:00


10. Las manadas hambrientas de Etosha

Volví a cruzar la frontera hacia Namibia, conseguí un transporte y bajé hacia el corazón amarillento y pedregoso del país; me alojé primero en un campamento en la sabana y después en un hotel. Fue una de esas transiciones inevitables en los viajes, nada de viajar, sino un cautiverio estricto y un retraso forzoso. Meses después, no podía evitar pensar en lo que me había dicho Michael sobre Nathan Jamieson: «Murió haciendo lo que amaba». Me preguntaba —¿quién no lo haría?— en qué circunstancias podría expresarse ese consuelo esperanzado cuando yo muriera, y si sería verdad.

El campamento de la sabana, al norte de Grootfontein, no tenía más que otro huésped, salvo de noche, cuando cinco grandes y bien formados antílopes eland se deslizaron entre las espinas de camello para beber en la charca próxima al pabellón. La gerente, que me había parecido tan taciturna, se ablandó al verlos, como les sucede a muchos misántropos en presencia de animales, y dijo:

—Son preciosos, ¿verdad?

Al día siguiente volvió a alegrarse cuando señaló una oropéndola dorada y un bucero del tamaño de un loro que revoloteaban a través de esos mismos árboles.

Un estadounidense al frente de un programa de ayuda había aceptado citarse conmigo en Otjiwarongo, llevarme a Etosha Pan y dejarme luego en la carretera hacia Angola. A partir de allí tendría que arreglármelas por mi cuenta. Volví a ver a la flaca y triste viuda Helena («No hay diversión aquí. Ninguna vida») en el supermercado de Grootfontein, y en Otjiwarongo me detuve a ver al señor Khan y a comprar más minutos para mi teléfono. Y, con la bienvenida de esa gente amistosa, me acordé de que en gran parte de África hay tan pocas carreteras importantes que las vidas de la gente coinciden sin cesar, y se repite la experiencia de caminos y rostros que se cruzan.

Otjiwarongo me había parecido un lugar acogedor cuando había pasado con Tony, el diplomático estadounidense que había viajado conmigo. Sin embargo, al cabo de día y medio, vi que era tan somnoliento que resultaba melancólico, ¿o era el efecto previsible de un fin de semana lluvioso en una ciudad rural de Namibia? En el bar de mi hotel, una muchedumbre multirracial gritaba mientras veía un partido de rugby sudafricano en el televisor de pantalla panorámica. Algunos eran rancheros, tan corpulentos como su ganado; otros trabajaban en la mina de fluorita o eran agricultores. Era su día de beber. Mi cuarto apestaba a moho. La lluvia desértica caía de forma intermitente de uno de esos cielos cargados y sucios que asocio con la industria pesada, pero en Otjiwarongo no había industria.

Le pregunté a la empleada del hotel cómo se llegaba a la calle principal. Me lo dijo, y añadió:

—Sí, salga a pasear. Pero es sábado. Tenga cuidado. Habrá borrachos.

Salí bajo la llovizna, por la acera sucia, por delante de las casas de una planta rodeadas de altos muros; unos muros que hacían que las casas fueran más deprimentes que si hubieran sido chabolas.



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