El aliento del cielo by Carson McCullers

El aliento del cielo by Carson McCullers

autor:Carson McCullers [McCullers, Carson]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros, Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2006-12-31T16:00:00+00:00


TERCERA PARTE

Alison Langdon había pasado una noche muy mala. No se durmió hasta el amanecer, cuando la corneta tocó diana. Durante aquellas horas interminables la atormentaron toda clase de pensamientos: incluso llegó a imaginarse, en un momento determinado, antes del alba, que veía salir de la casa de los Penderton a alguien que se dirigía al bosque. Y cuando por fin había conseguido dormirse, la despertó un gran alboroto de voces. Se puso precipitadamente la bata, bajó las escaleras y se encontró frente a un espectáculo extraño y ridículo: su marido estaba persiguiendo a Anacleto alrededor de la mesa del comedor, con una bota en la mano; estaba en calcetines, pero completamente vestido de uniforme para la revista del sábado por la mañana. Al correr, el sable le golpeaba la cadera. Los dos hombres se detuvieron al verla, y Anacleto se apresuró a refugiarse detrás de ella.

—¡Lo ha hecho a propósito! —gritó el comandante en tono ultrajado—. Ya es tarde: seiscientos hombres me están esperando. Y mira, haz el favor de mirar lo que se atreve a traerme.

Las botas tenían, en efecto, un aspecto lamentable; parecía que las habían frotado con harina y agua. Alison regañó a Anacleto y estuvo vigilándole mientras las limpiaba. Anacleto lloraba desconsoladamente, pero ella encontró la energía suficiente para no decirle nada amable. Cuando terminó, Anacleto refunfuñó que se escaparía de casa y que abriría una tienda de telas en Quebec. Alison llevó las botas limpias a su marido sin decir una palabra, pero le dirigió también a él una mirada de reconvención. Luego se volvió a meter en la cama con un libro, porque sentía palpitaciones.

Anacleto le subió café y después fue con el coche al almacén para hacer las compras del sábado. A última hora de la mañana, cuando Alison había terminado el libro y estaba contemplando más allá de la ventana el soleado día de otoño, Anacleto volvió a su habitación. Estaba contento, y había olvidado por completo la regañina de las botas. Encendió un buen fuego en la chimenea y después abrió con mucha calma un cajón de la cómoda y se puso a curiosear en él. Sacó un pequeño encendedor de cristal que Alison había mandado hacer con una vinagrera antigua. Aquella chuchería le fascinaba tanto que Alison se la había regalado hacía tiempo; pero Anacleto la guardaba con las cosas de ella, y así tenía un buen pretexto para abrir el cajón cuando se le antojaba. Pidió a Alison que le dejara sus gafas y estuvo un rato examinando el tapetillo que había sobre la cómoda. Entonces cogió entre el pulgar y el índice alguna pelusilla invisible y la echó cuidadosamente al cesto de los papeles. Murmuraba cosas para sí mismo, pero Alison no prestó atención a su charla.

¿Qué sería de Anacleto cuando ella muriera? Esta pregunta le preocupaba constantemente. Desde luego, Morris le había prometido a su mujer que no le dejaría nunca abandonado; pero ¿de qué serviría aquella promesa cuando Morris volviera a casarse, como haría con



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