(Crónicas De Narnia 04) La silla de plata(c.1) by C. S. Lewis

(Crónicas De Narnia 04) La silla de plata(c.1) by C. S. Lewis

autor:C. S. Lewis
La lengua: es
Format: mobi
Tags: sf_fantasy
publicado: 2008-07-10T22:00:00+00:00


IX. COMO DESCUBRIERON ALGO QUE VALIA LA PENA SABER

Los demás admitieron después que Jill había estado magnífica ese día. En cuanto se marcharon el Rey y el resto de los cazadores, Jill empezó a recorrer el castillo entero y a hacer preguntas, pero con tal aire de infantil inocencia que nadie podía sospechar que tuviera alguna secreta intención. Aunque su lengua no estaba jamás quieta, no podrías decir que hablaba mucho: ella balbuceaba y se reía como tonta. Coqueteó con todos: los mozos, los porteros, las sirvientas, las damas de honor y con los señores gigantes de más edad para quienes ya habían terminado los días de cacería. Se resignó a que la besaran y la abrazaran una cantidad de gigantas, muchas de las cuales parecían compadecerse de ella y la llamaban «pobrecita mía», aunque ninguna explicaba por qué, Se hizo amiga especialmente de la cocinera y descubrió el importantísimo hecho de que había una puerta en el lavadero que te permitía salir por la muralla externa, sin tener que cruzar el patio ni pasar por la gran puerta de entrada. En la cocina fingió tener un hambre horrible, y comió toda clase de sobras de comida que la cocinera y las fregonas, encantadas, le daban. Pero arriba, entre las amas, hizo preguntas de cómo se iba a vestir para el gran banquete, y cuánto rato la dejarían quedarse en pie, y si podría bailar con algún gigante bien bajito. Y después (se moría de vergüenza al recordarlo más tarde) ladeó la cabeza con esa cara de idiota que las personas mayores, gigantes o no, encontraban tan atractiva, movió sus rizos, y se puso muy nerviosa, y dijo:

—¡Oh, cómo quisiera que fuera mañana en la noche! ¿Y ustedes? ¿Creen que pasarán rápido las horas hasta entonces?

Y todas las gigantas dijeron que ella era lo más adorable que había y muchas se tapaban los ojos con sus enormes pañuelos, como si fueran a llorar.

—Son tan amorosas a esa edad —dijo una giganta a otra—. Es casi una lástima que...

Scrubb y Barroquejón hicieron lo que pudieron por su lado, pero para ese tipo de cosas las niñas son mejores que los niños. E incluso los niños lo hacen mejor que los Renacuajos del Pantano.

A la hora de almuerzo sucedió algo que hizo que los tres estuvieran más ansiosos que nunca por salir del castillo de los Gigantes Amables. Almorzaron en el gran salón, solos en una pequeña mesa cerca del fuego. En una mesa m s grande, a unos veinte metros, había una media docena de ancianos gigantes. Su conversación era tan ruidosa, y se oía por allá arriba en el aire, que muy luego los niños no les prestaron mayor atención que la que les das a las bocinas que suenan afuera, o a los ruidos del tránsito en las calles. Estaba comiendo venado frío, una comida que Jill nunca antes había probado, y le gustó mucho.

De súbito Barroquejón se volvió a ellos, y su cara se había puesto tan pálida que podías ver su palidez por debajo de lo barroso que era su cutis normalmente.



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