Corazones negros 01 - El Azote de Valnir by Nathan Long

Corazones negros 01 - El Azote de Valnir by Nathan Long

autor:Nathan Long
La lengua: spa
Format: mobi
Tags: Warhammer, Fantasía Épica
editor: Timun Mas
publicado: 2004-01-12T16:46:18+00:00


Capítulo 12

No es posible una buena acertada

Tras media hora de oscuridad y silencio absolutos, pareció que podían encender las antorchas sin peligro y todos dejaron escapar suspiros de alivio. Todos menos Oskar. Los efectos calmantes del jarabe de Gustaf estaban disminuyendo, y comenzaba a mirar en torno con inquietud y mascullar acerca de: «El peso. Las piedras. No hay aire».

—¿Por qué demonios decidiste hacerte artillero, soldado? — refunfuñó Hals—. ¿No hay nada de lo que no tengas miedo?

—Nunca quise ser soldado —murmuró Oskar, arrastrando un poco las palabras—. Era secretario de mi señor Gottenstet. Le escribía la correspondencia y también se la leía. Era analfabeto, el viejo estúpido. Pero un día... —suspiró y calló.

Los otros esperaron a que continuase, pero él parecía haber olvidado que estaba hablando.

—¿Un día, qué? —preguntó Pavel, irritado.

—¿Eh? —dijo Oskar—. Ah... sí. Bueno, un día estaba con mi señor mientras él supervisaba unas tierras de su propiedad. Quería construir una..., una cabaña de caza, creo que era. Y mientras el supervisor usaba la plomada y las varillas de medir para calcular las distancias y las alturas, yo estaba calculando a ojo con una precisión casi absoluta. Yo distinguía cosas lejanas que el supervisor necesitaba el catalejo para ver. «Por el rayo de Sigmar, muchacho, tienes las dotes del buen artillero», me dijo Gottenstet. Y no paró hasta que consiguió enviarme a la Escuela de Artillería de Nuln. ¡A mí! ¡Un erudito! Intenté decirle que aunque mi vista fuera buena mi interior era débil, pero no quiso ni escucharme. —Se encogió de hombros—. Por supuesto, no me ayudó el hecho de ser el primero de mi promoción. Me gustaba el trabajo: apuntar, determinar los grados, pero en el campo de batalla... —Se estremeció y de nuevo encogió los hombros—. ¿Habéis visto alguna vez el fuego del cielo?, esa cosa con bocas. —Miró alrededor con sorpresa, como si despertara, y sus ojos se desorbitaron al contemplar las cercanas paredes de piedra y el techo bajo—. El peso —murmuró—. Que Sigmar nos salve. El peso. No puedo respirar.

Reiner hizo una mueca, incómodo.

—Gustaf, dadle otro sorbo, ¿queréis?

El corredor penetraba cada vez más profundamente en el interior de las montañas. A veces había pasadizos que se bifurcaban hacia la izquierda o la derecha por los que brillantes raíles se alejaban hacia las sombras. Algunos estaban cerrados por barricadas tras las cuales se observaban pruebas de desmoronamientos, pero no había duda respecto a cuál seguir. Las profundas roderas de las ruedas del cañón les señalaban siempre la dirección correcta.

Un rato más tarde los raíles comenzaron a sonar, y al cabo de poco se oyó un estruendo metálico. Los hombres apagaron las antorchas y se ocultaron en un túnel lateral. Un momento después, pasó un tren de vagonetas cargadas de mineral, cada una empujada por un grupo de esclavos de ojos inexpresivos. El capataz kurgan iba reclinado en la primera vagoneta y llevaba una linterna a su lado.

Una vez que hubieron pasado, Franz maldijo con un susurro.

—¡Ellos son muchos y él uno solo! ¿No podrían estrangularlo? ¿Echarlo dentro de un pozo?

—¿Y luego? —preguntó Reiner.



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