Conduciendo a ciegas by Ray Bradbury

Conduciendo a ciegas by Ray Bradbury

autor:Ray Bradbury
La lengua: spa
Format: epub
editor: Minotauro
publicado: 2021-01-04T10:45:43+00:00


Alguien en la lluvia

Todo estaba casi igual. Ahora, con el equipaje ya entre las húmedas y resonantes paredes de la cabaña, las gotas de lluvia todavía brillando en las maletas, la lona tendida sobre el coche todavía caliente y oliendo a los trescientos kilómetros de carretera hacia el norte de Wisconsin desde Chicago, tenía al fin tiempo para pensar. Ante todo, había sido muy afortunado al conseguir esta misma cabaña, la que él y su hermano Skip y su familia alquilaron veinte años atrás, en 1927. Tenía las mismas resonancias, ahí estaba el eco remoto de las voces y los pasos. Ahora, por alguna oscura razón, la estaba recorriendo descalzo; porque era agradable, tal vez. Cerró los ojos al sentarse en la cama y escuchó el repiqueteo de la lluvia en el techo. Había que tener muchas cosas en cuenta. Ante todo, los árboles estaban más grandes. Al mirar por la chorreante ventanilla del coche a través de la lluvia había visto asomar el letrero del lago Lawn y algo le pareció distinto, y solo ahora, al oír el viento allá fuera, se dio cuenta de cuál era el verdadero cambio. Los árboles, desde luego. Veinte años creciendo en opulencia y altura. La hierba, también; si quería hilar más fino, era tal vez la misma hierba en la que se había tendido entonces, después de la zambullida en el lago, el traje de baño todavía frío alrededor de las nalgas y el pecho flaco y estrecho. Se preguntó, al azar, si la letrina seguiría oliendo como entonces: a latón y desinfectante y a hombres viejos, que manoteaban y arrastraban los pies, y a jabón.

Había dejado de llover. Alguna gota que caía de tanto en tanto desde los árboles chorreantes repicaba levemente sobre la casa y el cielo tenía el color y la textura y la inminencia de la pólvora a punto de estallar. De vez en cuando se agrietaba en el medio, todo luz; y al instante la grieta se cerraba.

Linda se había demorado en el cuarto de baño de señoras, que estaba a una carrera apenas entre los arbustos y los árboles y las pequeñas cabañas blancas, una carrera ahora a través de charcos, imaginó él, y entre los arbustos que se sacudían como perros asustados cuando pasabas y te salpicaban con una refrescante ducha de lluvia fría y olorosa. Era una suerte que Linda se hubiera ido un rato. Él quería buscar algunas cosas. Primero, allí estaba la inicial que había grabado en el alféizar quince años atrás, la última vez que vinieron, a finales del verano de 1932. Era algo que nunca habría hecho en presencia de otros, pero ahora, a solas, se acercó a la ventana y pasó la mano por la superficie. Era totalmente lisa.

«Bueno –pensó–, habrá sido otra ventana.» No. Era en esta habitación. Y en esta cabaña, no cabía duda. Sintió un súbito resentimiento hacia el carpintero que en algún momento había venido aquí a pulir y lijar las superficies y a quitar



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