Bibliotecas by Alberto Manguel

Bibliotecas by Alberto Manguel

autor:Alberto Manguel [Manguel, Alberto]
La lengua: spa
Format: epub
editor: 2017


III

LA BIBLIOTECA COMO IMAGINACIÓN

Soñar un libro es tan fácil como difícil escribirlo

Honoré de Balzac, Le cabinet des antiques (1837)

En mi jardín, al otro lado de las ventanas de mi biblioteca, hay dos grandes sóforas. Durante el verano, cuando nos visitan amigos, nos sentamos y hablamos bajo ellas, a veces durante el día pero generalmente por la noche. Dentro de la biblioteca, mis libros distraen de la conversación y nos sentimos inclinados al silencio. Pero fuera, bajo las estrellas, la charla se hace más desinhibida, más variada y, curiosamente, más estimulante. El hecho de estar sentados a oscuras en el exterior parece conducir a una conversación más libre. La oscuridad invita a hablar. La luz es callada, o, como explica Henry Fielding en Amelia, «Tace, señora, es vela en latín».1

La tradición nos dice que fueron las palabras, no la luz, lo primero que surgió de la oscuridad primordial. Según una leyenda talmúdica, cuando Dios se dispuso a crear el mundo, las veintidós letras del alfabeto descendieron de su terrible y augusta corona y le suplicaron que llevara a cabo su tarea por su mediación. Dios accedió. Permitió que el alfabeto diera a luz al cielo y a la tierra en la oscuridad y que luego hiciera surgir el primer rayo de luz del centro de la tierra, de forma que traspasara la Tierra Santa e iluminara el universo entero.2 La luz, lo que tomamos por luz, nos dice Sir Thomas Browne, no es más que la sombra de Dios, cuyo brillo cegador hace imposibles las palabras.3 La espalda de Dios bastó para deslumbrar a Moisés, que tuvo que esperar a haber vuelto a la oscuridad del Sinaí para leer a su pueblo los mandamientos del Señor. San Juan, con economía digna de elogio, resumió la relación entre las letras, la luz y la oscuridad en una famosa frase: «En el principio era el Verbo».

La frase de San Juan describe la experiencia del lector. Como bien sabe todo lector de biblioteca, las palabras de la página exigen luz. La oscuridad, las palabras y la luz forman un círculo virtuoso. Las palabras crean la luz y luego lloran su desaparición. A la luz leemos, en la oscuridad hablamos. Mientras animaba a su padre a resistirse a morir, Dylan Thomas repetía al anciano estas palabras hoy famosas: «¡Lucha, lucha contra la luz que agoniza!»4 Y también Otelo, en su agonía, incapaz de pronunciar más palabras (las que le dan vida en la página), confunde la luz de las velas con la luz de la vida y las ve como una y la misma: «Apaga la luz», dice, «y apaga la luz luego».5 Las palabras exigen luz para ser leídas, pero ésta parece oponerse a la palabra hablada y activa. Cuando Thomas Jefferson llevó la lámpara de Argand a Nueva Inglaterra a mediados del siglo XVIII, se observó que la charla que acompañaba a las cenas antes iluminadas por la luz de las velas no era tan brillante como antes, porque aquellos que destacaban en la conversación ahora se retiraban a sus habitaciones para leer.



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