Bernardo Quesnay by André Maurois

Bernardo Quesnay by André Maurois

autor:André Maurois [Maurois, André]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1926-01-01T00:00:00+00:00


XX

Antonio permaneció un gran rato en el saloncito de la villa, sin atreverse a entrar en el dormitorio y reunirse con su mujer. En un rincón, había una pequeña biblioteca en la cual epcontró Los Orígenes de la Francia Contemporánea. Leyó varios capítulos o, por lo menos, los hojeó para tratar de calmarse.

—«Aquellas escaleras de Versalles, tan anchas que ochenta damas con miriñaque…» No es posible —pensó—, no puedo dejarla aquí sola; ¡sabe Dios a qué individuos traerán aún los Thianges durante el verano! Ese ambiente parisiense es de una libertad peligrosa; sí, peligrosa. Francisca es honrada y sabrá darse cuenta… Bueno, ¿se dará cuenta o no? Está ya tan cambiada… ¡Me ha faltado la voluntad necesaria para impedirle venir aquí!

Por fin, hacia las doce, se decidió a subir y hablarle.

—¿Estará dormida?

Lo deseaba; pero estaba despierta. Acostada ya, tenía la luz encendida y esperaba sin ni siquiera leer. Denotaba su rostro una profunda pesadumbre: había llorado.

—¿No estás cansada? —dijo Antonio—. ¿Puedo hablarte?

Ella lo miró, silenciosa, clavándole los ojos. Continuó el marido:

—Lo he pensado a conciencia y creo que me darás la razón. No es conveniente que te deje sola en Deauville. Tu hermana seguirá recibiendo a un montón de gente: solteros, artistas… En ella nada tiene de particular, su marido está aquí. En cambio, tú te comprometerías sin querer… Y eso me haría sufrir muchísimo… Podemos subarrendar fácilmente la villa por el mes de agosto.

—¿Estás loco? —le dijo su mujer, fríamente.

—¿Por qué?

—¿Supones que puedo regresar a Pont-de-l’Eure en pleno agosto… privarme de un mundillo que me divierte… sí, que me divierte… sólo porque tú no destacas en él y porque estás celoso? ¡Nunca! ¿Lo oyes? ¡Nunca! Por mi parte, voy a proponerte otra cosa, Antonio, pues también yo he reflexionado en estas dos horas. ¡Estoy harta de pasarme la juventud enterrada en el campo, unida a un hombre para quien significo menos que sus chimeneas y sus telares! Me quedan todavía algunos años de juventud. Quiero vivir. Devuélveme mi libertad; educaré a mis hijos, y tú podrás dedicarte a tu paño, a tu lana, puesto que es lo único que cuenta para ti en el mundo.

La discusión adquirió una gran violencia. Francisca hizo de los Quesnay un retrato terrible, injusto y verdadero. De aquellos dos corazones atormentados parecía brotar, con fuerza irresistible, una tromba de mezquinas rencillas.

—¿Qué estoy diciendo? —pensaba Antonio—. ¿Qué estoy diciendo? ¿De dónde hemos partido?

Pero no podía contener las palabras. Por fin, se les apareció a ambos claramente la verdad: se odiaban, nada había de común entre ellos. Se callaron.

Antonio se pasó la mano, con dolorido gesto, por la frente y dijo:

—Me duele muchísimo la cabeza; voy a dar una vuelta por ahí fuera; necesito aire.

Salió; la lluvia había cesado. Un inmenso cielo estrellado cubría las villas dormidas. Seguramente sería muy tarde. En el Normandy, algunas luces silueteaban aún las persianas echadas; sólo resplandecía el Casino, como un barco en la oscuridad del océano. Antonio le volvió la espalda y se dirigió hacia el mar, que subía con un chapoteo lento y suave.



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