Ayesha by H. Rider Haggard

Ayesha by H. Rider Haggard

autor:H. Rider Haggard
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras
publicado: 1905-01-01T00:00:00+00:00


EL TRIBUNAL DE LA MUERTE

Las cortinas se descorrieron dejando al descubierto la cavidad a que me he referido, en cuyo interior había un trono, y en él, una figura de blancas vestiduras que, cubriéndola de pies a cabeza, parecía, a las suaves tonalidades que recibía de las lenguas de fuego, una estatua de alabastro. Nada podíamos ver, a excepción del trono y de sus vestiduras, debido a la oscuridad de aquel agujero. Solamente percibimos que el Oráculo tenía en su mano un sistro en forma de crux ansata.

Movidos por no sé qué secreto impulso, quizá imitando la acción de Oros, nos postramos de hinojos, y así permanecimos. Después oímos un suave tintineo de cascabeles, y levantando la cabeza vimos que la enguantada mano que sostenía el sistro nos señalaba con él. Entonces, una cálida voz, clara y suave nos habló (me pareció que temblaba un poco) en griego, pero en un griego más puro y correcto que el que habíamos oído hasta ese momento por aquellos lugares.

—¡Yo os saludo, oh, viajeros, que de tan lejos venís a visitar el culto más antiguo y esplendoroso que seres humanos vieron, y aunque, sin duda alguna, profesáis otra fe distinta de la nuestra, no os avergonzáis de reverenciar a este humilde ser que inmerecidamente goza la dicha de ser Oráculo y guardián de sus misterios! Levantaos y no temáis ningún daño. ¿Acaso no he sido yo quien he enviado un Emisario y numerosos servidores para que os conduzcan a este Santuario?

Nos levantamos lentamente, quedando en silencio, sin saber qué decir.

—Bienvenidos, ¡oh viajeros! —repitió la voz—. Dime tú —y el sistro señaló a Leo—: ¿cómo te llamas?

—Leo Vincey —contestó.

—¡Leo Vincey! Bonito nombre. Y tú, compañero de Leo Vincey, ¿cómo te llamas?

—Ludovico Horacio Holly.

—Bien; decidme, Leo Vincey y Ludovico Horacio Holly, ¿qué venís a buscar desde tan remotos países?

Nos miramos el uno al otro, emocionados; yo, reponiéndome, contesté:

—La historia es larga y extraña. Mas, decidme, ¿cómo debemos llamaros?

—Por el nombre con que aquí me llaman: Hesea.

—¡Oh, Hesea!… —dije admirado al oír aquel nombre que tantas veces habíamos oído repetir.

—Sin embargo —me interrumpió—, quisiera conocer esa historia —me pareció que la voz se había tornado ligeramente opaca—. Pero no toda esta noche, sólo únicamente algún pasaje de ella; comprendo que estaréis fatigados. Cuéntamela tú, Leo, tan breve como quieras, diciéndome la verdad, pues en presencia de la que Yo represento nada puede ocultarse.

—Sacerdotisa —dijo Leo—; os obedeceré. Muchos años ha, cuando yo era un muchacho, mi padre adoptivo y yo, siguiendo las huellas del pasado, llegamos a una tierra salvaje donde encontramos a cierta mujer milenaria de peregrina belleza, que había conseguido detener la marcha del tiempo …

—Pero esa mujer debería ser viejísima y de horrible apariencia…

—Os he dicho, sacerdotisa, que había conseguido detener la marcha del tiempo. Éste no ejercía la menor influencia sobre ella ni sobre su juventud. ¡Era inmortal! No, no era horrible, era la personificación de la belleza.

—Pero tú no adorarías a esa mujer sólo por su belleza como cualquier mísero mortal.

—No, no la adoré.



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