Antolog?a by Horacio Quiroga

Antolog?a by Horacio Quiroga

autor:Horacio Quiroga [Desconocido]
La lengua: spa
Format: epub


Una noche de edén

No hay persona que escriba para el público que no haya tenido alguna vez una visión maravillosa. Yo he gozado por dos veces de este don. Yo vi una vez un dinosaurio, y recibí otra vez la visita de una mujer de seis mil años. Las palabras que me dirigió, después de pasar una noche entera conmigo, constituyen el tema de esta historia.

Su voz llegóme no sé de dónde, por vía radioestelar, sin duda, pero la percibí por vulgar teléfono, tras insistentes llamadas a altas horas de la noche. He aquí lo que hablamos: -¡Hola! comencé.

-¡Por fin! -respondió una voz ligeramente burlona, y evidentemente de mujer-. Ya era tiempo…

-¿Con quién hablo? -insistí.

-Con una señora. Debía bastarle esto…

-Enterado. ¿Pero qué señora?

-¿Quiere usted saber mi nombre?

-Precisamente.

-Usted no me conoce.

-Estoy seguro.

-Soy Eva.

Por un momento me detuve.

-¡Hola! -repetí.

-¡Sí, señor!

-¿Habla Eva?

-La misma.

—Eva… ¿Nuestra abuela?

-¡Sí, señor, Eva sí!

Entonces me rasqué la cabeza. La voz que me hablaba era la de una persona muy joven, con un timbre dulcísimamente salvaje.

-¡Hola! -repetí por tercera vez.

-¡Sí!

-Y esa voz… fresca… ¿es suya?

-¡Por supuesto!

-¿Y lo demás?

-¿Qué cosa?

- El cuerpo…

-¿Qué tiene el cuerpo?

Bien se comprende mi titubeo; no demuestra sobrado ingenio el recordarle su cuerpo a una dama anterior al diluvio. Sin embargo:

-Su cuerpo… ¿fresco también?

-¡Oh, no! ¿Cómo quiere usted que se parezca al de esas señoritas de ahora que le gustan a usted tanto?

Debo advertir aquí que esa misma noche, en una reunión mundana, yo me había erigido en campeón del sentimiento artístico de la mujer. Con un calor poco habitual en mí, había sostenido que el arte en el hombre, totalmente estacionado después de recorrer cuatro o cinco etapas alternativas e iguales en suma, había proseguido su marcha ascendente de emociones en la mujer. Que en su indumentaria, en sus vestidos, en el corte de sus trajes, en el color de las telas, en la sutilísima riqueza de sus adornos, debía verse, vital y eterno, el sentimiento del arte.

Esto había dicho yo. ¿Pero cómo lo sabía ella?

-Lo sé -me respondió-, porque todos ustedes piensan lo mismo. Igual pensaba Adán.

-Pero creo entender -repuse- que en el paraíso no había más mujer que usted…

-¿Y usted qué sabe?

Cierto; yo nada sabía. Y ella parecía muy segura. Así es que cambié de tono.

-Quisiera verla… -dije.

-¿A quién?

-A usted.

-¿A mí?

-Sí.

-¡Ah!, es usted también curioso… Le voy a causar horror.

-Aunque me lo cause…

-Es que… (Y aquí una larga pausa)… no estoy vestida. ¿Comprende usted? En el fondo del espacio donde me hallo… Y además, soy demasiado vieja para no infundir horror.. aun a usted. Puedo sin embargo vestirme, si usted me proporciona ropas, con una condición…

-¡Todas!

-Oh, muy pocas… Que me lleve con usted a ver señoras bien vestidas… como se visten ahora. ¡Oh, condescienda usted!… Hace miles de años que tengo este deseo, pero nunca como… desde anoche. Antes nos preocupábanos muy poco del vestido… Ahora ha llegado la mujer al límite en el sentimiento del arte.

Mis propias palabras, como se ve.

-Desde ese oscuro fondo del tiempo y del espacio -argüí-, ¿cómo?

-La serpiente de Adán, señor mío…

-¿De Adán? No, señora; suya.



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