¡Me cago en Godard! by Pedro Vallín

¡Me cago en Godard! by Pedro Vallín

autor:Pedro Vallín [Vallín, Pedro]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Arte
editor: ePubLibre
publicado: 2019-09-19T00:00:00+00:00


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LA DIABÓLICA MUJER AMERICANA

Hasta la inveterada corona británica se tambaleó por culpa de una mujer americana. De hecho, hizo algo más que tambalearse; se cayó de la cabeza de Eduardo VIII (1894-1972) y tuvo que recogerla su hermano, a la postre conocido como Jorge VI (1895-1952). La fémina en cuestión era una mujer de Pensilvania dos veces divorciada, Wallis Warfield (1896-1986), de la que se enamoriscó el monarca, con el consiguiente dilema, que Les Luthier expresarían en un feliz epigrama: «María, qué bella plebeya, ¿he de renunciar al trono por amor a ella?». Sí, has. La historia es preciosa porque Wallis, a la sazón Spencer, apellido de su primer marido, ya tuvo romances apasionados durante ese matrimonio —estando su esposo destinado en el Lejano Oriente, se tanteó con un diplomático argentino y con un ministro de Mussolini—. Casada con su segundo marido, un tal Ernest Simpson que regentaba una naviera, y viviendo por el Reino Unido de la Gran Bretaña, hízose ella amiguísima de Thelma Furness, que era amante del entonces príncipe de Gales. Aprovechando un viaje de Lady Thelma a Nueva York y mediando un océano, Eduardo y Wallis se encamaron. No buscaron un hotel porque total el palacio tenía muchísimas habitaciones. Así que todo Buckingham Palace se enteró del lío. Las admoniciones de los papás del príncipe, reyes ellos, no sirvieron de nada. En una mano de Eduardo, la corona, en otra, Wallis. Nuestro Hamlet (cáspita, otro príncipe que hizo enloquecer a la mujer que lo amaba) no era danés, no dudó. Y le regaló la corona a su hermano el tartaja. Una maravilla.

El propio sintagma, «mujer americana», tuvo durante toda la primera mitad del siglo XX una connotación de libertad, descaro, relajo, audacia y emancipación que resulta especialmente patente en los relatos sobre las sociedades victoriana y post-victoriana inglesas. En ese género de casa de campo y señoras de bien ocupadas en vehicular correctamente las nupcias de los jovencitos y las jovencitas de buena familia —género rebautizado por el cineasta y escritor Javier Giner como «cine de tacitas»—, la aparición de una mujer estadounidense en edad de merecer era un anatema, la intromisión de un vector subversivo que amenazaba la decencia y el honor del eficaz puritanismo de la sociedad británica. La mujer americana era, de acuerdo con los patrones de que hablábamos en el capítulo anterior, establecidos por Jordi Balló y Xavier Pérez, el intruso benefactor (el mesías), o más a menudo el intruso destructor (el maligno), pues su irrupción era una impugnación del orden moral. O sea, que cuando alguien decía «Percival ha conocido a una joven americana», las señoras bajaban de súbito los impertinentes y se llevaban la mano a la boca redonda.

Para entender la existencia de ese arquetipo social tan adelantado a su tiempo en lo moral, en lo social y en lo político conviene recordar lo mencionado páginas atrás sobre la fundación de Estados Unidos: si bien la costa este era propiamente un satélite europeo de comunidades religiosas de inclinación puritana —una



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