Ahogada en llamas by Jesús Ruiz Mantilla

Ahogada en llamas by Jesús Ruiz Mantilla

autor:Jesús Ruiz Mantilla [Ruiz Mantilla, Jesús]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-01-01T05:00:00+00:00


SEIS

Justo en el lejano vértice del horizonte, en ese punto inaprensible que se estira hacia el infinito, el cielo reposaba sobre la mar como la antesala de una garganta y alguna nube juguetona formaba la inquietante imagen de una campanilla. Parecía una boca de ballena abierta e insaciable dispuesta a comerse cuanto encontrara al paso. Las olas bien podían ser una blanca dentadura de espuma salpicona y vaporosa. Y la ciudad quedaba engullida dentro de su vientre.

Nadie lo apreciaba. Nadie era capaz de descifrar en esa mañana plomiza y lenta el cristalino mensaje de la madre naturaleza. Ni el propio don Benito, tan perspicaz a la hora de observarlo todo. Puede que años atrás lo hubiera notado, pero la ceguera le obligaba cada vez más a mirar hacia adentro. El escritor permanecía absorto, entre cigarrillo y cigarrillo, tratando de descifrar ese juego de extrañas formas desde la terraza de San Quintín. Se fijaba obnubilado en la imponente y un tanto engañosa placidez del paisaje, atrapado y apacible, despreciando el horario, creando en su propia limitación la borrosa imagen del mundo que comenzaba a dejar para la posteridad. «¿Cómo le trataría el futuro?», se preguntaba a veces. «Mal —se respondía sin remisión a sí mismo—. Me condenarán al infierno».

Tampoco fue capaz de apreciarlo el Cacahuesero. Aquella mañana, el empleado ocasional de la Chata volvió a conducir el carromato con el pedido de palacio, sin caer en la simbólica pintura del paisaje. Llevaba puestos los cinco sentidos en que el pescado y el marisco fresco llegaran impecables a su destino, al lugar donde el rey daría una cena muy privada esa misma noche.

De permanecer en la ciudad, quizás Rafael Martín San Emeterio hubiese captado la sutil enseñanza de aquellos colores y todos los elementos perfectamente alineados en un sorprendente discurso. Él, como pocos artistas, comprendía a la perfección la maestría de la naturaleza a la hora de crear imágenes evocadoras. No ha habido ni habrá mejor pintora, ni escultora más perfeccionista. El resto, tan sólo son imitaciones. El nuevo arte de la fotografía, si acaso, sería el único capaz de hacerle justicia con el tiempo.

Pero el pequeño de los Martín ya no estaba. Hacía días que había vuelto a partir. De repente, sin apenas dar explicaciones a nadie. Tan sólo a Marina pudo contarle con detalle su decisión. Abrupta, brusca, inesperada y sin otra salida posible, sin opciones. Cuando le dijo lo que había ocurrido, la conversación que mantuvo con sus hermanos, ella lo entendió. Al marcharse, de nuevo la protegía. Como la otra vez, aunque en esta ocasión no acabara en un lúgubre internado dominado, más que por la gracia de Dios, por las oscuras fuerzas del diablo. Pero Marina no tardó en volver a rebelarse, en sentir dentro esa furia que por unos días había logrado sacar de sí, ese sentimiento dormido de impotencia que descansó sobre el lecho de su amor recuperado. La situación hizo volver a brotar el ácido torrente de inquina que la había poseído tantos años atrás.



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