Abril rojo by Santiago Roncagliolo

Abril rojo by Santiago Roncagliolo

autor:Santiago Roncagliolo [Roncagliolo, Santiago]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2006-01-01T05:00:00+00:00


ASESINADO POR LA JUSTICIA POPULAR

por abijeo

Sendero Luminoso

Han vuelto, pensó el fiscal.

El comandante dijo:

—Después de todo… quizá dio usted en el clavo con su idea de los terroristas, señor fiscal.

«Clavo» era una palabra desafortunada. El fiscal trató de concentrar su mirada en algún punto poco chirriante del cuerpo. Se fijó en los pies gruesos de caminar por el campo, las uñas gordas, ahora verdes.

El doctor Posadas encendió un cigarrillo.

La segunda vez que el fiscal entró en la comandancia del Ejército, no tuvo que presentar ninguna identificación. Junto al comandante Carrión, atravesó el patio central del antiguo edificio y subió por unas escaleras de madera hasta el segundo piso. Ahí, al fondo de un pasillo de madera rechinante, estaba la oficina del comandante. Adentro, el aire parecía más pesado que la primera vez. Le hacía pensar en el aire de Lima, del centro, de la avenida Tacna a las seis de la tarde. El comandante sirvió dos vasos de pisco. El fiscal no quiso rechazarlo. Se sentaron frente a frente, esta vez en la mesa de trabajo. Se veían a la misma altura sentados ahí. El comandante dio el primer trago.

—No me gusta demasiado trabajar con civiles, señor fiscal. Y vamos a ser sinceros, usted y yo no nos gustamos mucho en general. Pero estoy muy preocupado.

—Bueno, mi comandante, yo creo que podríamos tender puentes interinstitucionales de la mayor…

—Chacaltana, vamos al punto.

—Sí, señor.

—Trabajaremos juntos pero bajo mis órdenes.

—Claro, señor.

Los dos se quedaron en silencio por un tiempo que pareció años. Finalmente, el comandante dijo:

—¡Bueno, diga algo, carajo!

El fiscal trató de calmarse. Se preguntó si estaba sintiendo palpitaciones, o si quizá todo a su alrededor sufría palpitaciones. Trató de ceñirse al caso:

—He redactado un informe que le haré llegar, señor. Le adelanto que yo pediría la declaración de los involucrados en ese informe, a saber, teniente del Ejército Peruano Alfredo Cáceres Salazar y ciudadano Edwin Mayta Earazo, quienes pueden arrojar indicios útiles sobre la vinculación del fallecido con…

—¿Verlos? ¿A Mayta y Cáceres? ¿Usted quiere verlos?

—Verlos… y hablar con ellos, señor.

—Lo de hablar con ellos va a estar difícil. Pero verlos, ya los vio usted. Conoció a Edwin Mayta Carazo, al menos a una parte de él, esta mañana mientras se asomaba a la fosa. Y al teniente Cáceres Salazar lo vio hace 38 días, cuando se encontró su cuerpo carbonizado en Quinua.

El fiscal se sintió cegado por la información, sobrepasado.

—¿Señor? —balbuceó.

—Era el conchasumadre de Cáceres, sí. Lo reportaron desaparecido en Jaén un mes antes del hallazgo del cuerpo.

—¿El Perro Cáceres?

El comandante esbozó media sonrisa, como recordando a un viejo camarada:

—El Perro le decían, ¿no? Era una mierda de gente. Un sinchi. A ésos los tenían pudriéndose en una base de la selva. Luego los trajeron aquí a ponerse al día. Cáceres se pasó en todos los interrogatorios. Toda la fosa que ha visto usted la hizo él casi solito. Edwin Mayta Carazo cayó en uno de sus operativos. Empezaron a hacerle preguntas y no se derrumbaba. Luego comenzó a confesar. Confesó todo lo que le pidieron, pero empezó a contradecirse a la segunda ronda de preguntas.



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