35 muertos by Sergio Álvarez

35 muertos by Sergio Álvarez

autor:Sergio Álvarez [Álvarez, Sergio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2010-12-31T16:00:00+00:00


tal vez lloré, tal vez reí,

tal vez gané, tal vez perdí…

Tenía cáncer. Del papá gordo, sonriente, soñador y seguro de sí mismo no quedaba nada, solo una sonrisa que intentaba ser la misma de antes, pero que ya estaba teñida de muerte. Mientras hacía fila en inmigración, recordé que hacía ochos años no lo veía y que también hacía años que no había tenido en mis manos una foto reciente de él. No terminaba de hallarle sentido al viaje, pero Helena estaba embarazada, Ángela desaparecida y mi mamá había dicho que así se estuviera muriendo no quería verlo. Nueva York, ¡qué bacano!, habían dicho los compañeros de la universidad; cuando oí los comentarios sobre la vida artística de la ciudad, sentí más ganas de conocer el Metropolitan y el Guggenheim que de ver al viejo. Tenía recuerdos bonitos de él, de cuando nos llevaba al parque y jugaba con nosotras, de los juegos de palabras que nos enseñaba, de los almuerzos que nos hacía los domingos. Pero después de esos buenos años, mi papá se había ido desvaneciendo y solo me acordaba de sus constantes líos de plata y de las discusiones interminables que mantenía con mi mamá. Un día se fue y terminó por convertirse solo en una mala noticia; no sabíamos nunca dónde estaba, salvo cuando se enfermaba, jamás enviaba dinero y si llamaba era para excusarse por algo que había prometido y no podía cumplir. No quería verlo, pero tampoco me sentía capaz de dejarlo morir solo. El vuelo fue largo. A uno le hablan tanto de Nueva York y la ve tanto en las películas que piensa que está cerca, pero ir desde Bogotá a Nueva York es igual de lejos que ir a Europa. En la corta charla que habíamos tenido por teléfono, le pedí que se quedara en casa, que yo iría en metro hasta su casa, y aunque él había aceptado, su figura fue lo primero que vi cuando pisé la salida del aeropuerto. Estaba peor de lo que imaginé, si no hubiera llevado el cartel que decía con la letra desparpajada de siempre: «Clarita, aunque no lo creas, soy yo», habría dudado que en verdad era mi papá. No debiste salir de casa, dije cuando se acabó el largo e incómodo abrazo. No había nadie libre para recogerte y no quería que anduvieras por ahí sola, contestó. Lo miré a los ojos, le vi la soledad, la tristeza, el miedo y, aunque me costó un esfuerzo horrible, decidí volver a abrazarlo. Se puso a llorar y, entre lágrima y lágrima, a toser. Le pedí que se calmara, le dije que todo iría bien, que estaba feliz de verlo y le acaricié la cabeza. Vivo lejos, cuesta demasiado ir en taxi, dijo. No importa, dije, aunque en realidad iba escasa de plata. Subimos al taxi y mientras cruzábamos puentes y viajábamos por grandes autopistas, mi papá me cogió de la mano y se quedó mirando por la ventana con cara de asombro, como si el turista fuera él y no yo.



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