1356 by Bernard Cornwell

1356 by Bernard Cornwell

autor:Bernard Cornwell [Cornwell, Bernard]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-01-01T05:00:00+00:00


9

Roland se despertó sobresaltado al oír el grito.

Al conde no se le había ocurrido proporcionarles camas. El castillo estaba atestado de hombres esperando para marchar hacia Bourges y dormían donde podían. Muchos de ellos aún estaban bebiendo en el gran salón, mientras algunos se habían acostado en el patio donde dormían los caballos que no tenían espacio en los establos. Pero el escudero de Roland, Michel, tuvo el ingenio de encontrar un cofre lleno de banderas que extendió sobre un banco de piedra en la antecámara de la capilla. Roland se había quedado dormido en aquella cama improvisada cuando el grito resonó por los pasillos. Se despertó confuso, pensando que volvía a estar en casa con su madre.

—¿Qué fue eso? —preguntó.

Michel miraba hacia el otro extremo del largo pasillo. El muchacho no dijo nada. A continuación se oyó un bramido de furia que resonó por el pasadizo y que despertó por completo a Roland. Rodó en la cama para levantarse y agarró la espada.

—¿Las botas, sire? —le preguntó Michel, ofreciéndoselas, pero Roland ya había echado a correr. En el otro extremo del pasillo había un hombre con expresión alarmada, pero el grito y las voces no parecían haber molestado a nadie más. Roland abrió la puerta del almacén de vino de un empujón y soltó un grito ahogado.

La habitación estaba casi a oscuras porque se habían volcado las velas pero, con la tenue luz, Roland vio a Genevieve sentada en la mesa tapándose un ojo con la mano. El vestido hecho jirones le había caído hasta la cintura. El padre Marchant estaba tendido de espaldas, con los labios ensangrentados. Un halcón decapitado se agitaba en el suelo y Sculley miraba con una sonrisa burlona. Robbie Douglas estaba de pie, encima del sacerdote, con la espada desenvainada y, mientras Roland contemplaba la escena, el escocés utilizó la empuñadura de su arma para golpear de nuevo a Marchant.

—¡Sois un cabrón!

Hugh estaba llorando, pero al ver a Roland fue corriendo hacia él. Roland le había contado historias, a Hugh le gustaba, y se aferró a él, que se encogió cuando Robbie golpeó al cura por tercera vez, haciendo que su cabeza chocara con fuerza contra un barril de vino.

—¿La habríais dejado ciega, cabrón? —gritó Robbie.

—¿Qué…? —empezó a decir Roland.

—¡Debemos irnos! —exclamó Genevieve.

A Sculley parecía hacerle gracia lo que había visto.

—Bonitas tetas —comentó sin dirigirse a nadie en particular, y fue eso lo que pareció sobresaltar a Robbie y caer en la cuenta de lo que había hecho.

—¿Irnos adónde? —preguntó Robbie.

—Busca un agujero y entiérrate —le aconsejó Sculley, y volvió a mirar a Genevieve—. Un poco pequeñas, pero bonitas.

—¿Qué ha pasado? —logró preguntar Roland por fin.

—El cabrón quería dejarla ciega —dijo Robbie.

—Me gustan las tetas —terció Sculley.

—Cállate —le espetó Robbie.

Creía haber encontrado un propósito y la tranquilidad espiritual en la Orden del Pescador, pero al ver que el halcón iba a clavar el pico en el ojo de Genevieve, se le habían abierto los suyos. Se dio cuenta de que había huido de sus antiguos juramentos, de que había traicionado sus promesas, y ahora iba a hacer las cosas bien.



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