13 cuentos de fantasmas by Henry James

13 cuentos de fantasmas by Henry James

autor:Henry James
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Terror
publicado: 2010-01-01T05:00:00+00:00


V

Me lo hizo saber tan pronto como apareció en la terraza.

—En nombre del cielo, ¿qué es lo que pasa? —gritó sofocada.

No le respondí hasta que estuvo más cerca.

—¿Conmigo? —mi rostro debía tener un aspecto extraordinario—. ¿Por qué?

—Está usted pálida como un papel. Está horrible. Medité unos instantes. Pude darme cuenta de que la mujer hablaba con absoluta inocencia. Mi necesidad de respetar la frialdad de la señora Grose se había desvanecido calladamente, y si aún vacilé un instante, no fue porque quisiera crear un nuevo distanciamiento. Le tendí la mano y ella la tomó; retuve la suya entre las mías con el placer de sentirla cerca de mí. Había una especie de apoyo en su tímida expresión de sorpresa.

—Ha venido usted a buscarme para que vayamos a la iglesia pero no puedo ir.

—¿Ha ocurrido algo?

—Sí. Y usted debe saberlo. ¿Tenía yo un aspecto muy raro?

—¿A través de la ventana? ¡Espantoso!

—Bueno —dije— me he asustado.

Los ojos de la señora Grose expresaron abiertamente que no tenía deseos de entrometerse, y que conocía lo suficiente cuál era su lugar. ¡Pero yo había establecido desde un principio que ella debía compartir mis problemas!

—Lo que vio usted desde el comedor, hace un minuto, fue efecto de lo sucedido. Lo que yo vi, poco antes… fue mucho peor.

Su mano apretó con más fuerza la mía.

—¿Qué vio usted?

—Vi a un hombre extraordinario. Mirando hacia adentro.

—¿Qué hombre extraordinario?

—No tengo la menor idea.

La señora Grose miró en torno, pero fue, por supuesto, en vano.

—Entonces, ¿dónde se ha metido?

—Esto aún puedo saberlo menos.

—¿Lo había visto antes?

—Sí… una vez, en la torre vieja.

Me miró con mayor dureza.

—¿Quiere decir que se trata de un forastero?

—Sí, desde luego.

—¿Por qué no me lo dijo entonces?

—Tenía mis razones… Sin embargo, ahora que usted lo ha adivinado…

Los redondos ojos de la señora Grose parecieron rechazar aquella aseveración.

—¡Ah, no, yo no he adivinado nada! —dijo sencillamente—. ¿Qué iba a poder adivinar?

—No sé. Por un momento…

—¿No ha visto, pues, a ese hombre en ninguna parte más que en la torre?

—Y en este mismo lugar.

La señora Grose volvió a mirar alrededor.

—¿Qué estaba haciendo en la torre?

—Sólo permanecía de pie en la plataforma y me miraba.

Volvió a meditar por unos instantes.

—¿Era un caballero?

Me di cuenta de que no necesitaba pensarlo para responder.

—No, no.

Ella se me quedó mirando con una expresión de sorpresa creciente.

—Entonces, ¿no era nadie de aquí?, ¿no era nadie del pueblo?

—Nadie, nadie. No se lo dije a usted, pero de eso estoy segura.

Respiró con alivio. Aquello, extrañamente, parecía calmarnos.

—Pero, si no es un caballero…

—¿Qué es, entonces? Un horror.

—¿Un horror?

—Es… ¡Dios me valga si sé lo que es!

La señora Grose volvió a escudriñar en torno nuestro; clavó la mirada en la brumosa lejanía y luego, encogiéndose de hombros, se volvió hacia mí y exclamó con abrupta incoherencia:

—Ya es hora de que estemos en la iglesia.

—¡No me siento en condiciones para ir a la iglesia!

—¿No le haría a usted bien?

—No se lo haría a ellos —dije, señalando hacia la casa.

—¿A los niños?

—No podría dejarlos ahora.

—¿Teme usted que…?

Hablé con audacia.

—Tengo miedo de él.



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