Yo no by Joachim Fest

Yo no by Joachim Fest

autor:Joachim Fest [Fest, Joachim]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2005-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO 7

AMIGOS Y ENEMIGOS

Durante el viaje de regreso a Friburgo leí las escenas del Renacimiento de Gobineau que Schönborns me había prestado. Pero en Kassel subió una mujer que no paró de hablar de los problemas matrimoniales que traía consigo la guerra, de sus hijos de unos diez años de edad, del malhumor de los vecinos y otras cosas más. Después de tomar aire durante unos segundos dijo que hacía poco que, en la Pariser Strasse de Berlín, le había llamado la atención un transeúnte que llevaba los tacones torcidos. Se había acordado entonces de la observación que le había hecho su padre de que una de las características de los judíos es que llevan los tacones torcidos. Al llegar a la calle Güntzel se había acercado al hombre para comprobar que no llevaba la estrella de judío. «Pero lo era», prosiguió. Le había seguido otras dos calles hasta la casa en la que él se metió y había comunicado la dirección en el puesto de policía más cercano, por desgracia sin el nombre, pero ella tenía un «buen olfato» para todo lo judío. Tras echar una mirada escrutadora al departamento, añadió en un tono algo más bajo: «Se dice que los judíos ocultan dinero y joyas en los tacones; el que esté atento puede hacerse muy rico».

Ninguno de mis dos acompañantes dijo una sola palabra. Winfried dormía. Wolfgang murmuró algo de «estirar las piernas» y me invitó a salir: «¡Vamos, no es bueno estar sentado tanto tiempo!». Apenas estuvimos en el pasillo empezó a protestar en un tono imprudentemente alto: «¡Qué asco! ¡Una compatriota!». Yo le pedí que hablara más bajo, pero él me reprochó: «¡Cállate! Papá tiene razón: yo no quiero formar parte de esto. ¡La comunidad nacional da ganas de vomitar!». El viajero de mayor edad se bajó en la parada siguiente, en la estación de Mannheim, sin despedirse. En Offenburg le vi en el pasillo del vagón de al lado. Hizo como que no me veía, a pesar de que hasta Kassel, donde se había subido al tren la mujer habladora, habíamos conversado animadamente y era evidente que me había reconocido.

Cuando llamé a mis padres por teléfono para comunicarles que habíamos llegado bien, mencioné el incidente y luego pregunté por el doctor Meyer, pues durante nuestra estancia en Berlín había intentado visitarle varias veces en vano. «Ya no puede abrir la puerta —dijo mi padre, y luego añadió irreflexivamente—, por dar la explicación más benévola». Por detrás oía mi madre exclamar su «Dios mío, apiádate de nosotros». Mi padre me aseguró que uno de esos días se acercaría a la Hallesches Tor para, por así decirlo, llamar a la puerta como un loco.

En el seminario volvía a estar vigente la «regla monacal», como nosotros decíamos; en la escuela se estudiaban La Odisea y Virgilio, mientras que en clase de alemán aparecía Schiller con Intrigas y amor y se ponía de manifiesto mi superioridad de conocimientos. Unas semanas después, la clase recibió una especie de llamada a



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