Vindolanda by Adrian Goldsworthy

Vindolanda by Adrian Goldsworthy

autor:Adrian Goldsworthy [Goldsworthy, Adrian]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-05-31T16:00:00+00:00


XIV

Tres horas después pasó junto a una pareja de tungros borrachos que salían del local de Flora zigzagueando.

—Hoy solo estamos nosotros, centurión —dijo uno de ellos con una sonrisa quebrada y llena de dientes amarillentos y rotos—. ¡Tendrás que esperar, a no ser que quieras tirarte a la vieja!

El tungro debió de encontrar su propia chanza extremadamente graciosa, porque empezó a reír a carcajadas.

—Lo lamento, señor. No pretendíamos ofender —dijo su compañero mirándole con afecto—. Estuviste con nosotros, ¿verdad? —Ferox asintió—. En ese caso, dudo que el Viejo de Hierro te escatimase el turno.

Ferox no había oído aquel mote antes, y asintió con cordialidad cuando los muchachos siguieron su camino. Iba al local de Flora, pero no para lo que se solía ir allí.

—Quiero ver a la señora —le dijo al robusto esclavo que hacía guardia en la puerta de atrás—. Me espera.

Había enviado una nota al comenzar el día y Flora le había respondido que pasara a esa hora.

—Por supuesto, centurión, siempre eres bienvenido —ronroneó la aceitosa voz del secretario de Flora, sentado en su escritorio del atrio.

Esa era la entrada que usaban los clientes importantes y que llevaba a las habitaciones más lujosas, así como al despacho y a los aposentos de Flora. El resto accedía por unas escaleras de madera que había en la fachada principal y que llevaban al segundo piso, donde las cosas se hacían de forma más eficiente aunque con menos estilo.

—Conoces el camino, ¿no es así, señor? —El hombre era pequeño y tenía unos ojos que solo se fijaban en la hoja que tenía delante.

Cuando Ferox caminaba por el pasillo, el jinete bátavo tuerto emergió de la oficina principal.

—Centurión —dijo Longino, asintiendo con respeto y apartándose para dejar paso al oficial.

Las paredes estaban enyesadas y pintadas, aunque con colores menos estridentes que las del piso superior, y, por su aspecto, el mismo artista que había decorado las habitaciones principales del pretorio también se había encargado de aquellas.

—Las condiciones son las de siempre —dijo Flora cuando el centurión entró en su despacho, una sencilla habitación dotada de varios armarios, una mesa con la superficie de mármol y tres sillas bien tapizadas. Los paneles de las paredes mostraban escenas bucólicas repletas de ninfas; cada una de ellas tenía el rostro de una muchacha que trabajaba o había trabajado allí.

Flora era una mujer bajita, menuda hasta el punto de parecer una niña, pero delgada y fibrosa, aunque ya pasara de los cincuenta. Tenía profundas arrugas en la cara, al menos en ocasiones como aquella, cuando no se maquillaba en exceso. A Ferox también le sorprendió ver que vestía con sencillez, y había un ligero desgarrón a la altura del cuello de su túnica de color marrón. A su lado había un joven esclavo vestido con una túnica nívea y brillante. Flora escribió algo más en una tablilla de madera y luego alzó la mirada, que se topó con la de Ferox.

—Apreciaba mucho a Tito Anio —dijo, y con una mano se acarició el desgarrón.

Ferox supuso que aquel era el modo en que su gente lloraba a los muertos.



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