Viaje alrededor del mundo, siguiendo el Ecuador by Mark Twain

Viaje alrededor del mundo, siguiendo el Ecuador by Mark Twain

autor:Mark Twain [Twain, Mark]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 1896-12-31T16:00:00+00:00


Sería interminable la enumeración de las personas cuyas pieles son insulsas y desvaídas modificaciones de la tonalidad mal llamada «blanca». Algunos de estos rostros son granujientos; otros exhiben estigmas de una sangre alterada; otros aun ostentan cicatrices de un tono que está fuera de registro respecto a los demás matices presentes. La tez del hombre blanco no enmascara nada. No puede. Se diría que fue diseñada como un reclamo para todo aquello que la daña. Las señoras la pintan, empolvan y atildan con cosmética, le imponen dietas de arsénico, la esmaltan y se pasan la vida tentándola, seduciéndola, importunándola y haciéndole fiestas para embellecerla; y no tienen mucho éxito. Sus esfuerzos, empero, demuestran bien a las claras lo que ellas mismas opinan del cutis natural, tal y como se repartió en la rifa. Tal y como se repartió, necesita ayudas. El cutis que tan falsamente tratan de imitar es el que la naturaleza restringe a una minoría… una selecta minoría. A noventa personas les da una piel mediocre, y a la número cien una muy buena. ¿Cuánto tiempo podrá conservarla? Quizá unos diez años, nunca más.

Es obvio que el zulú ha acaparado las ventajas. Nace con una tez privilegiada, que le durará en toda su andadura. Y, en cuanto al cobreño indio —asentado, suave, impecable, grato y relajante a la vista, sin miedo a ningún color, en armonía con todos y poniéndoles el toque de gracia—, mucho me temo que las pálidas epidermis de Occidente no tienen la menor posibilidad frente a tan rica y perfecta tintura.

Pero regresemos al pabellón. La vestimenta que más brillaba era la de ciertos niños. Parecía rutilar, tan destellante era su colorido, tan relumbronas también las joyas y brocados que aderezaban los caros tejidos. Aquellos pequeños formaban un cuerpo de danzantes profesionales y, aunque se parecían a las bayaderas femeninas, eran varones. Se alzaron en solitario, en parejas o cuadrillas de cuatro, y bailaron y cantaron con el acompañamiento de una música fantasmagórica. Sus cuadros y gesticulaciones eran elaborados, garbosos, pero tenían unas voces adustamente ásperas y malsonantes, y la tonada resultaba monótona.

Al cabo de un rato se oyó en el exterior una explosión de gritos, vítores y ovaciones, y entraron el príncipe y su séquito con un estilo de dramática ampulosidad. El adalid era un hombre de gran prestancia, e iba además idealmente ataviado, con sartas de gemas festoneando sus vestiduras; algunas de estas sartas eran de perlas, otras de enormes esmeraldas sin tallar, esmeraldas que son famosas en Bombay por su calidad y precio. Su tamaño era maravilloso e hipnotizador para el ojo. ¡Vaya pedruscos! Un muchacho —un principito— acompañaba a su alteza, y era a su vez un radiante espectáculo.

Las ceremonias no se hicieron aburridas. El príncipe se encaminó hacia el trono con el porte, la majestad y la determinación de un Julio César que viniera a cobrarse un reino de segunda fila y a firmar el «recibí» deseando acabar cuanto antes y largarse, sin más gaitas. Había también un trono para



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