Un domingo en el campo by Pierre Bost

Un domingo en el campo by Pierre Bost

autor:Pierre Bost [Bost, Pierre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1944-12-31T16:00:00+00:00


* * *

Cuando entraron en el comedor, los dos niños estaban ya sentados a la mesa y apuraban un vaso de agua. Habían querido enjuagar los vasos para que no se viera el poso del chorrito de vino que acababan de beber a escondidas.

El almuerzo transcurrió bien. Siempre era la parte más fácil y agradable de la visita, porque la comida proporcionaba temas de conversación y al mismo tiempo permitía que se prescindiera de ella. El señor Ladmiral disfrutaba de la buena mesa, sin excesos y con gusto, y Mercédès era buena cocinera. El comedor era agradable: una estancia grande embaldosada y fresca que daba al jardín a través de tres ventanas que dejaron abiertas. Entraban avispas.

—Si quieres quitarte la chaqueta… —propuso el señor Ladmiral a su hijo.

A Édouard le habría gustado, e incluso se llevó la mano al cuello almidonado para desabrochárselo; pero no se atrevió. Sabía que su padre odiaba a la gente desastrada y que sólo se lo había dicho por educación, con la esperanza de que no aceptara. En un primer momento, Marie-Thérèse se dejó confundir; la mujer insistía:

—¡Pero quítate la chaqueta! ¿No ves que tu padre te da permiso? ¡Mira cómo sudas!…

—Que no, estoy perfectamente —replicaba Édouard—. ¡No hace tanto calor!

—¿Cómo hay que decírtelo? —dijo Marie-Thérèse frotándose el contorno del cuello con la servilleta—. En casa se pone cómodo en cuanto se nota un poco el calor; razón de más en el campo, ¿o no?

—Por supuesto —convino el señor Ladmiral.

Le guardaba rencor a su hijo por hacerse tanto de rogar, y le guardaba rencor por la posibilidad de que, en efecto, se quitara la chaqueta, como un carretero. Y como Gonzague, al final, para no disgustarlo, se la dejaba puesta, el señor Ladmiral le guardaba rencor por que le faltara valor para tener opiniones propias.

Comieron un pollo enorme; los niños devoraban en silencio; también Mireille, perfectamente restablecida ya, se atiborraba a conciencia, indiferente a los dramas que preparaba para el viaje de regreso.

—Cuidado con la niña, por el tren —señaló Gonzague.

—De todos modos va a marearse —replicó Marie-Thérèse—; qué más da, que coma bien al menos.

—¡Qué manera de comer! —suspiró Lucien dejando el vaso, que acababa de engullir para hacer un poco de hueco.

—¡Fabuloso! —exclamó Marie-Thérèse con la boca llena—. Sigue, ratita.

El señor Ladmiral pasaba un mal rato, pero mantenía la sensatez. Es culpa mía, pensaba; soy demasiado delicado; estos niños no están peor educados que el resto; lo que ocurre es que soy un abuelo difícil. Estoy muy contento de que hayan venido y estén comiendo bien, los quiero mucho… Y, para conjurar los malos pensamientos, llenó de vino hasta el borde el vaso de Émile. Éste lo vació de un trago; era lo más seguro, justo en el momento en que su padre protestaba:

—¿No pretenderás que se beba todo eso?

Émile, triunfante, blandió su vaso vacío para mostrar que había estado a la altura de las circunstancias.

—¡Ay, ay, ay! —exclamó—. ¡Pero si esto no es nada! Una vez me cogí una borrachera. ¿Te acuerdas, mamá?

—Eso, tú encima pregónalo —respondió la madre—.



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