Ukridge by P. G. Wodehouse

Ukridge by P. G. Wodehouse

autor:P. G. Wodehouse [Wodehouse, P. G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1923-12-31T16:00:00+00:00


7

NO SUENAN CAMPANAS NUPCIALES PARA ÉL

Para Ukridge, como era de esperar en un hombre poseedor de su radiante optimismo, todo el asunto ha llegado a presentársele, desde hace largo tiempo, bajo el aspecto de una prueba más de que todas las cosas de nuestro mundo actúan al unísono con buen fin. En él ve, desde el comienzo hasta el final, el dedo de la Providencia, y cuando aporta pruebas para apoyar su teoría según la cual siempre les estará garantizada a los rectos y los merecedores de aquélla una posibilidad de escapar de los más formidables peligros, éste es el episodio que él presenta como Prueba A.

Puede decirse que todo tuvo su inicio en el Haymarket una tarde a mediados del verano. Habíamos estado almorzando a mis expensas en el Pall Mall Restaurant, y cuando salimos un automóvil grande y reluciente se detuvo junto a la acera y el chófer, tras apearse, abrió el capó y empezó a hurgar en su interior con unos alicates. De haber estado yo solo, una mirada casual al pasar me hubiese satisfecho, mas para Ukridge el espectáculo ofrecido por otros trabajando siempre tenía una fascinación irresistible y, agarrando mi brazo, me obligó a secundarle en dar al chófer una ayuda moral. Unos dos minutos después de que comenzara a respirar enérgicamente junto al cogote del hombre, éste, advirtiendo al parecer que lo que le producía cosquillas en los pelos de la nuca no era un pasajero céfiro propio del mes de junio, alzó la vista con cierta petulancia.

—¡Oiga! —exclamó, en tono de protesta, pero en seguida su enojo se convirtió en algo que, por tratarse de un chófer, se aproximaba a la cordialidad—. ¡Hola! —dijo.

—¡Vaya! Hola, Frederick —dijo Ukridge—. No te había reconocido. ¿Éste es el coche nuevo?

—Ajá —asintió el chófer.

—Un amigo mío —me explicó Ukridge en un breve aparte—. Le conocí en una taberna. —Londres estaba congestionado de amigos a los que Ukridge había conocido en tabernas—. ¿Cuál es el problema?

—Poco gas —contestó Frederick, el chófer—. Pronto lo habré arreglado.

Su confianza en su habilidad no era infundada. Tras un breve intervalo se enderezó, cerró el capó y se limpió las manos con un trapo.

—Hermoso día —comentó.

—Espléndido —afirmó Ukridge—. ¿Adonde te diriges?

—He de ir a Addington a recoger al jefe, que está jugando al golf allí. —Pareció titubear por un momento, y después la influencia dulcificante del sol estival se impuso—. ¿Qué tal un paseo hasta East Croydon? Allí se puede tomar el tren para volver.

Era una oferta espléndida y ni yo ni Ukridge estábamos dispuestos a rehusarla. Subimos al coche, Frederick accionó el arranque automático y partimos como dos elegantes caballeros que fueran a tomar el aire por la tarde. Por mi parte, yo me sentía tranquilo y satisfecho, y no tengo motivos para suponer que a Ukridge le ocurriese lo contrario. El deplorable incidente que ocurrió entonces resultó, por tanto, doblemente irritante. Nos habíamos detenido al final de la calle para dejar pasar el tráfico en dirección norte, cuando nuestra apacible somnolencia consecuencia del almuerzo se vio truncada por un grito súbito y violento.



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