Stasiland by Anna Funder

Stasiland by Anna Funder

autor:Anna Funder [Funder, Anna]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 2003-12-05T05:00:00+00:00


15. Herr Christian

Pasan varios días en los que mi principal actividad consiste en alimentar y vaciar la caldera. Ahora me abrigo bien y me voy para la estación. Cerca de la entrada hay un estudio fotográfico. Siempre me fijo en las fotos de muestra del escaparate, para ver a los locales como quieren que se les vea. Hay bebés pelones con lazos en la cabeza; hay instantáneas de bodas con la novia montada en una moto a modo de paquete; hay un joven con peinado cheroqui agarrando orgulloso a su novia, como si acabase de atraparla. Las fotos van cambiando, pero hoy, como siempre, hay una de una mujer de una belleza deslumbrante, una belleza tan delicada que me quedo mirándola como si fuese un jeroglífico, o una respuesta.

En el tren hay otra bella mujer sentada frente a mí. Lleva en el regazo un bebé con un vestidito con la espalda al aire. Me pregunto si el resto notará el encanto de esta mujer, o si estarán acostumbrados. El turco que hay a mi lado está absorto en otra cosa. Ve su propio reflejo en la ventanilla de al lado de la mujer, así que se saca un peine del bolsillo y se lo pasa con primor por el bigote. La joven madre mira a su bebé y yo no puedo apartar la vista de ellos. Cuando levanta la cabeza veo que tiene un pendiente en la nariz y cierta bizquera en sus ojos azules, aunque solo un poco, parecen atraídos por el aro como si fuese un imán.

Espero a un lado del aparcamiento de la estación de Potsdam. El resto de pasajeros pasa en riada por delante de mí hacia coches y tranvías y lugares que conocen. Cuando se van, me quedo sola, salvo por un hombre con vaqueros echado sobre el capó del BMW más grande y más negro que he visto en mi vida. Me saluda con la mano. Éste es mi chófer. Éste es, por ahora, mi último hombre de la Stasi.

Herr Christian me estrecha la mano calurosamente. Tiene una amplia sonrisa torcida.

—He pensado que sería buena idea dar una vuelta —me dice con voz etérea y echando vaho—, para enseñarle algunos de los sitios donde solía operar.

—Perfecto.

Me abre la puerta del coche, lo rodea y entra por su lado.

Miro hacia él. Qué lejos está. Herr Christian ronda los cuarenta y cinco años, tiene una cara joven y lisa y una nariz que se ha roto varias veces. Lleva el pelo hirsuto y arremolinado en rizos rubios pegados a la cabeza, sobre unos ojos pequeños, azules y centelleantes. Me mira de frente, sonriendo con una sonrisa asimétrica, como un gánster, o un ángel.

—Vámonos —dice, y me doy cuenta de que cecea. Se pone las gafas de sol y enciende el motor.

La máquina surca las carreteras como un velero. La maneja con suavidad, más como un niño con un juguete que como un hombre con una valiosa alhaja negra y pesada. Atravesamos las calles de Potsdam, pasando por encima de adoquines que no notamos y entre grandes edificios en diversos grados de mal estado.



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