Salvador by Jonathan Franklin

Salvador by Jonathan Franklin

autor:Jonathan Franklin
La lengua: spa
Format: epub
editor: 2016
publicado: 2016-10-26T16:00:00+00:00


9. ENCUENTROS CON UNA BALLENA

1 de junio de 2013

Posición: a 7.300 kilómetros de la costa de México

N 6º 24’ 00,85” – O 159º 21’ 22,34”

Día 196

El chirrido de algo rozando el casco despertó a Alvarenga. El zarandeo y el chirrido continuaron durante diez segundos. Era un sonido único, que no se parecía en nada a cualquier cosa que hubiera experimentado a lo largo del medio año que llevaba navegando a la deriva en el océano Pacífico. ¿Habría tocado tierra en alguna isla? Alvarenga abandonó la protección de la caja de la nevera para salir a investigar. Cuando salió, vio una alfombra de piel gris. Una criatura de las profundidades marinas tan inmensa que no alcanzaba a ver ni la cabeza ni la cola. Era varias veces más larga que la barca. Un monstruo dispuesto a engullirlo, pensó Alvarenga, que describió la bestia con «una aleta [dorsal] que parecía el ala de un avión». En el segundo pase, vio el ojo enorme del animal, con una órbita casi tan grande como la cabeza de Alvarenga. Corrió a esconderse en la caja.

Alvarenga pasó toda la noche acurrucado en la caja, las rodillas pegadas al pecho, la larga barba cubriéndole los brazos, envolviéndolo como un chal. Nervioso y confuso, devoró cuatro peces ballesta secos a la espera de que llegara la seguridad de la luz de día. ¿Volcaría aquella bestia enorme su minúscula panga? ¿Sería un monstruo de los que atacaban? ¿Lo arrojaría al agua para devorarlo?

En cuanto aparecieron las franjas de luz rosada que precedían el consuelo de los primeros rayos de sol, Alvarenga salió de la caja para inspeccionar el océano. El monstruo flotaba a menos de diez metros de la barca. Tenía la piel gris salpicada con puntos blancos. Era el pez más grande del mundo: el tiburón ballena. Alvarenga había visto tiburones ballena cerca de las costas de México, pero nunca de tan cerca ni de aquel tamaño. El tiburón ballena suele pesar unas once toneladas, pero aquel ejemplar era mucho mayor que los tiburones ballena que merodeaban por la costa y debía de pesar cerca de catorce toneladas. «Mi barca iba muy pegada al agua, así que lo toqué —dijo Alvarenga—. Tenía la piel áspera, como una lima metálica o como el papel de lija. Si saltaba fuera del agua, el oleaje me habría hundido.»

A lo largo de la mañana, mientras el enorme animal flotaba pasivamente por debajo de la barca y olisqueaba la borda, el miedo de Alvarenga se transformó en curiosidad. ¿Qué querría aquella criatura tan impresionante? Estudió la enorme boca ovalada del pez, que a falta de dentadura visible parecía seductora, como una válvula de escape. «Yo debo de caber ahí dentro», pensó.

En el segundo día que pasaron juntos, Alvarenga descubrió, y luego celebró, que el tiburón ballena era como un imán para la comida, el epicentro de su propio ecosistema. Peces piloto con franjas blancas y negras se encargaban de desparasitar la boca del animal, llena de peines branquiales. Peces rémora de cabeza plana se adherían a su vientre y se alimentaban de los parásitos de su piel.



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