Puntos de vista de una mujer by Carmen Laforet

Puntos de vista de una mujer by Carmen Laforet

autor:Carmen Laforet [Laforet, Carmen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2021-03-01T00:00:00+00:00


Una taza de café

Como hace una tarde calurosa, una tarde que invita al sueño, ya salgo de mi casa en busca de un poco de café.

Yo tengo que escribir un artículo esta tarde, no sé aún sobre qué tema, y para estimularme me prometo un premio adelantado. Una taza de café negro, bienoliente, que me quite la pereza veraniega. Una vez en la calle me doy cuenta de que es tremendamente difícil encontrar por los alrededores de mi casa lo que busco. Con cierta timidez he preguntado en dos establecimientos que llevan, como una bandera, el nombre justo de la infusión que me preocupa: «Café».

—Escuchen, por favor, ¿tienen ustedes alguna clase de café que tenga dentro de la mezcla que ustedes hacen un poco de café?

La pregunta es necesaria, desde luego. Los camareros interrogados por mí me estudian, y son tan buenos que no quieren estafarme.

—Usted, señorita, lo que busca es un café «especial»… No, mire, aquí no tenemos café «especial». Quizá lo encuentre en una chocolatería.

Es delicioso; pero me encuentro tan abatida, que no me hace gracia el chiste, y busco, en efecto, la chocolatería indicada. La encuentro en una plaza bañada de sol, que, según me dijeron, se llamaba hace mucho tiempo Plaza de la Alegría. A mí el nombre antiguo me gustó extraordinariamente, pero mi informador cuidó de añadir, además, que en aquella época era costumbre que allí se despidiese el duelo en los entierros, puesto que es camino para un conocido cementerio de esta ciudad en que yo vivo.

La chocolatería es pequeña, coquetona. Casi no cabe en el local nada más que el largo mostrador, con altos taburetes. No sé si se venderá en este sitio chocolate, pero sí —según reza un cartel de propaganda— varias clases de helados y… café «especial».

Atienden a la clientela dos mujeres. La clientela la formamos dos hombres —uno de ellos embutido en un limpio «mono» azul— y yo. Las mujeres, con delantales blancos, son muy distintas una de otra. La más joven es jovencísima. Esto se nota en el tierno desgarbo con que encoge su estatura alta y en la facilidad de rubor que tiene. La otra es una cincuentona, tan viva, tan alegre, que acapara enteramente la atención de la clientela masculina. Esto —mientras se prepara en la cafetera «exprés» mi anhelada taza de café «especial»— me hace pensar que he caído en un lugar civilizado del mundo. Un sitio donde se aprecia la belleza espiritual más que la física. Esa solera que da la experiencia y que refina la gracia, y que es el único atractivo de la camarera mayor. Un tanto por ciento bastante elevado de mujeres de todos los países, de todos los climas, saben apreciar este atractivo en los hombres. Para que en el género masculino suceda lo mismo respecto a las mujeres hay que caer entre los hombres de una raza llena de cultura y de refinamiento. Esto me ha sucedido a mí esta tarde. Y estoy tan encantada y tan interesada con el



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