Niadela by Beatriz Montañez

Niadela by Beatriz Montañez

autor:Beatriz Montañez [Montañez, Beatriz]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2021-01-01T00:00:00+00:00


DÍA 129. OCTUBRE.

LA ZORRA Y LA CENA

Esta mañana me despertó el río. Un bramido intenso y cóncavo llegó a mis oídos. Al principio pensé que era el viento dando aletazos entre las ramas, hasta que abrí la ventana del cuarto. Todavía perdura el olor a tierra mojada de hace un par de días. El sol apenas carcomió el día de ayer. En los lugares a la sombra, el verde brilla con destellos fabulosos. Pero esta mañana el astro rojo se extendía sin recelo sobre caminos y setos, sobre la cara despistada de la perdiz roja, sobre la ardilla, en las escamas plomizas del lagarto; barría la luz con parsimonia y plagaba la atmósfera con una pelusilla ambarina de reflejos asalmonados. La brisa era fresca, sutilezas del aliento de las nubes. El río había ensanchado el cauce en dos metros. Bajaba turbio, rápido, desaliñado; arrastraba ruedas, cajas y botellas de plástico. Detritos humanos. Una plaga más sobre la tierra exhausta.

Ya escribo con algo más de fluidez. En mis largas caminatas, los recuerdos simplemente aparecen. La naturaleza, como un preciso instrumento quirúrgico, los extirpa y cauteriza. Después de comer, los paso al cuaderno en el patio. Esta tarde dos salamanquesas tomaban el sol cerca de un nido de avispas de papel. Permanecieron inmóviles más de dos horas. Sin embargo, una lagartija verde esmeralda, de rabo largo y casi negro, estuvo toda la tarde recorriendo el patio. Se adentró entre los troncos de leña y subió por la pared norte hasta la ventana del primer piso. Corrió detrás de un grillo diminuto oculto entre las ortigas. Trepó por el muro norte del patio. Cuando llegó a una altura de dos metros, casi al final del muro, la culebra de herradura asomó la cabeza entre las piedras para comérsela. Lo impedí con un movimiento del brazo, y en ese mismo momento me arrepentí. Interferir en lo que tiene que ocurrir no es tomar conciencia de lo que me rodea; es seguir cometiendo el mismo error de siempre.

Son las siete y media. El valle se hunde en la penumbra y el sol desaparece tras el acantilado oeste. Detrás de los pinos que lo coronan, brilla una tenue luz zanahoria. Como un opérculo, el horizonte se cierra dejando un denso color azabache. Ululan las lechuzas y el chotacabras brama y blasfema. Las estrellas se escurren y caen en la malla acuosa de la noche. El autillo grita y grita y grita. Es difícil seguirlo; como las cuentas de un collar roto, nunca sabes dónde caerán con estrépito sus notas. Me tumbo en la mesa y observo un avión que avanza en el mar bullente.

La zorra cruza la puerta abierta de Niadela, mira hacia dentro. No se ha dado cuenta de que estoy aquí tumbada. Enciendo la linterna. Se asusta y se aleja trotando hasta la ladera. Me siento en el banco con una carcasa de pollo. He comprado varias pensando que tal vez regresaría. Y aquí está. Descoyunto los huesos y se los lanzo allá donde los ojos iluminados parpadean.



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