Nadan dos chicos by Jamie O'Neill

Nadan dos chicos by Jamie O'Neill

autor:Jamie O'Neill [Jamie O'Neill]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Romántico, Lang:es
publicado: 2013-08-02T19:16:22+00:00


CAPÍTULO DOCE

Iba nadando a la isla, pero el mar estaba resbaladizo y espeso como una gelatina a punto de cuajar. Avanzaba a buen paso, pero quería probar a aletear con las piernas. Era cierto, era mejor si aleteaba. El impulso lo impelió sobre el agua, como flotando, no flotando sino saltando, largos saltos horizontales que pasaban rozando la superficie, y se posaba como un Insecto y volvía a aletear. Aunque suene extraño, el agua estaba cuesta arriba todo el trayecto.

Pasó nadando la cresta de una ola y allí estaba el faro de Muglins frente a él. Ahora el agua estaba templada y era emulsiva y poco profunda. Sus pies notaron arena abajo, y avanzó de puntillas por las ondas. Podía oírla tras las rocas, estaba cantando o algo parecido, y por todas partes gemían las gaviotas y batían sus alas. En cierto modo estaba enfadado y quería saber por qué ella había estado aquí todo ese tiempo cuando podía haber vuelto a casa, que se encontraba a sólo un paso. Pero cuando rodeó las rocas, no era su madre sino Doyler quien gemía, y tenía rojas las muñecas encadenadas mientras se retorcía en la roca, y un viejo ganso le picoteaba los ojos. Sólo que no eran los ojos lo que le picoteaba, sino más, más abajo.

El sueño se disipó y Jim permaneció despierto en su camastro. El último resto de turba se desmoronó en la chimenea y la bruja de las cenizas le hizo una mueca entre las llamas. Tenía la camisa mojada, como si de verdad hubiera estado nadando, pero el sueño se desvaneció y tan sólo le quedaba la sensación de haber volado, de haber pasado rozando el agua entre la lluvia.

Creyó que había ratones en la tienda, luego ratas en el patio. No le cogió desprevenido cuando el ruido de arañazos se convirtió en unos dedos sobre el cristal de la ventana.

Se arrodilló para levantar la persiana. La sonrisa de Doyler tenía algo de fantasmagórica a través del cristal. Jim dirigió la vista al techo. Anudó la persiana y haciendo palanca levantó un par de centímetros la hoja de la ventana. Doyler pasó los dedos por debajo y juntos consiguieron abrirla con una sacudida.

—¿Cómo has entrado en el patio?

—Trepando, claro.

La brisa acariciaba la llama de la vela de vigilia y las sombras oscilaban en las paredes. Arriba se movió la cama y su padre lo llamó:

—¿Te pasa algo, Jim?

—No, papi.

—A dormir ya, hijo.

—Sí, padre.

Estuvieron pendientes del techo hasta que el somier dejó de quejarse.

—¿Quieres entrar?

—No.

—Voy a salir yo.

—Quédate. —Llevaba una vez más su vieja ropa gastada. Tenía un paquete envuelto en papel de estraza, atado con bramante, que ahora levantó—. ¿Pasa contigo?

—Te vas —dijo Jim.

—He venido a despedirme.

Brotaron palabras, amonestaciones, reprimendas. Cómo Jim le había advertido. Le había dicho que no hiciera caso a esos tipos. Una y otra vez se lo había advertido. ¿Y Doyler lo había escuchado? No, Doyler no quería escuchar.

—Mira, Jim, aquí no hago nada. Regresé por mi madre, pero mi madre no me necesita.



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