Milkman by Anna Burns

Milkman by Anna Burns

autor:Anna Burns [Burns, Anna]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2017-12-31T16:00:00+00:00


5

* * *

La chica que en realidad era una mujer que iba por ahí metiéndole veneno a la gente en la bebida me envenenó sin que yo supiera que lo había hecho, ni siquiera cuando me desperté con un dolor de estómago increíble dos horas después de acostarme. Al principio pensé que eran los temblores, el hormigueo, la sensación horrible que me abordaba desde Milkman. Pero no. La chica de las pastillas me había metido algo en la bebida. Había sido en el club cuando estaba con la amiga de siempre a punto de terminar la conversación que yo creía que sería sobre Milkman y resultó ser sobre mi condición de inaceptable. La amiga había ido al baño y en cuanto me quedé sola en la mesa, esa chica que en realidad era una mujer se acercó con sigilo. De inmediato, me acusó de crímenes contra la humanidad y de ser egoísta, también me envenenó y consiguió todo eso antes de que me diese tiempo a mandarla a tomar por el culo. «Debería darte vergüenza», me dijo, pero no se refería a mi idilio amoroso con Milkman, que es de lo que yo pensaba que hablaba porque es de lo que hablaba todo el mundo, a pesar de que seguía sin ser asunto suyo. En realidad se refería a que yo había conspirado con Milkman para matarla en alguna otra vida. Aparte de la suya, al parecer también era responsable de las muertes de otras veintitrés mujeres, «algunas de las cuales sin duda tomaban hierbas —dijo—, inocente medicina blanca, pero otras no tomaban nada», y debí de cometer los crímenes cuando todos, los veintiséis, estábamos en otra vida. Hablaba de una encarnación pasada, en algún momento del siglo XVII; citó fechas y épocas y dijo que él había sido médico, pero de esos que en realidad eran curanderos. Entonces mostró su repugnancia por que me hubiera convertido en la mascota de semejante brujo, por que me hubiera aliado con un hombre tan falso. Me advirtió que no valía la pena negar que sabía que era un impostor: yo lo había incitado, había hecho magia negra para él, había descuartizado animales muertos por él, había sido cómplice de los asesinatos de las veintitrés mujeres y del suyo que él había cometido en nuestra aldea pintoresca. «Morimos todas, hermana. Por tu culpa», me dijo. Según ella, y por ese motivo, yo me merecía lo que iba a pasarme. En ese momento conseguí desembarazarme del efecto hipnótico que tenían sus fragmentaciones y le dije: «No me jodas, vete a tomar por el culo». Cuando la amiga de siempre regresó, me preguntó qué había pasado y yo negué con la cabeza y contesté: «Nada, la chica de las pastillas». La amiga de siempre me advirtió que anduviera con cuidado con ella, porque «esa pobre chica que en realidad es una mujer está cada vez peor».

Y esa era la cuestión. Nuestra inaceptable más infame era una chica que en realidad era una mujer, una chica menuda, flaca y nervuda que rayaba los treinta y le echaba veneno a la gente en la bebida.



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