Middlesex by Jeffrey Eugenides

Middlesex by Jeffrey Eugenides

autor:Jeffrey Eugenides [Eugenides, Jeffrey]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2002-01-01T05:00:00+00:00


DIETA MEDITERRÁNEA

No le gustaba haberse quedado en este mundo. La molestaba seguir en América. Estaba cansada de vivir. Cada vez le costaba más trabajo subir las escaleras. La vida de la mujer terminaba cuando su marido moría. Le habían echado mal de ojo.

Tales fueron las explicaciones que el padre Mike nos transmitió. Mi madre le pidió que hablara con ella, y él volvió del pabellón de invitados con sus cejas de Fra Angélico enarcadas de tierna exasperación.

—No os preocupéis, se le pasará —afirmó—. Las viudas siempre hacen estas cosas.

Le creímos. Pero a medida que pasaban las semanas, Desdémona se mostraba cada vez más deprimida y retraída. Acostumbrada a madrugar, empezó a despertarse cada vez más tarde. Cuando mi madre le llevaba la bandeja del desayuno, Desdémona abría un ojo y le hacía un gesto para que se marchara. Los huevos se quedaban fríos. El café se cubría de una capa sólida. Lo único que la animaba era su diaria selección de seriales televisivos. Veía a los maridos infieles y las mujeres intrigantes con la fidelidad de siempre, pero ya no los reprendía, como si hubiera renunciado a enmendar los errores del mundo. Con la espalda apoyada en la cabecera de la cama, la redecilla del pelo ciñéndole la frente como una diadema, Desdémona tenía un aspecto tan antiguo e indomable como la anciana reina Victoria. La reina de una isla soberana que sólo consistía en una habitación llena de pájaros. Una reina en el exilio, a quien sólo le quedaban dos miembros de su séquito, Tessie y yo.

—Reza para que me muera —me ordenó—. Ruega para que la yiayiá se muera y se vaya con el papú.

… Pero antes de continuar con la historia de Desdémona, quiero ponerles al día sobre lo ocurrido con Julie Kikuchi. En lo que se refiere al aspecto fundamental: no ha sucedido nada. En nuestro último día en Pomerania, Julie y yo intimamos mucho. Pomerania había sido una región de Alemania Oriental. En Herringsdorf, las villas de la costa llevaban cincuenta años desmoronándose. Pero ahora, tras la reunificación, empezaba el auge inmobiliario. Al ser estadounidenses, ese detalle no se nos escapó a Julie y a mí. Yendo de la mano por el ancho paseo marítimo, de suelo de madera, hacíamos conjeturas sobre comprar esta o aquella ruinosa villa para arreglarla después.

—Nos acostumbraríamos a los nudistas —dijo Julie.

—Tendríamos un perrito pomerano —dije yo.

No sé lo que nos pasaba. Ese «nosotros» implícito. Lo utilizábamos generosamente, inconscientes de sus implicaciones. Los artistas tienen buen ojo para las operaciones inmobiliarias. Y Herringsdorf infundía vigor a Julie. Preguntamos por los pisos de algunas urbanizaciones, una novedad por aquellos pagos. Vimos dos o tres mansiones. Todo muy de matrimonio. Bajo la influencia de aquel centro de veraneo decimonónico, aristocrático y decrépito, Julie y yo también nos comportamos de forma anticuada. Hablábamos de comprar una casa sin habernos siquiera acostado juntos. Pero, naturalmente, de amor o matrimonio no dijimos una palabra. Sólo hablamos de la entrada para los pisos.

Pero en el viaje de vuelta a Berlín se apoderó de mí un miedo familiar.



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