Memorias de mis tiempos by Guillermo Prieto

Memorias de mis tiempos by Guillermo Prieto

autor:Guillermo Prieto [Prieto, Guillermo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1906-03-15T00:00:00+00:00


* * *

No temas, mi adorada,

te cantaré en mis penas

al son de las cadenas

del bárbaro opresor.

* * *

Era el señor general Bustamante de mediana estatura, grueso pero esbelto, carirredondo, de ojos pequeños, frente ancha y cuadrada y los labios un tanto contraídos hacia adentro. Al andar ponía las puntas de los pies hacia afuera, comunicándole movimiento de garbo y zarandeo.

Hablaba como prolongando las palabras, y tenía la manía de darse con la palma de la mano golpecitos en el vientre.

Presentéme con cierto encogimiento a S. E.

—¿Qué hay, hombre? —me dijo—. ¿Qué se ofrece?

—Vengo al llamado de V. E.

—Vamos, amigo… (después de examinarme un rato). ¿Realmente me cree usted ese gobernante cruel y descuidado de la instrucción pública?

Yo guardé silencio; pero no las tenía todas conmigo…

Como recordará el lector, el señor Presidente había trasladado su habitación al Convento de San Agustín y ocupaba la celda del padre provincial. En aquellos momentos de silencio oía de un modo extraño el rodar de los coches, los gritos de las vendimias de la calle, pero como quien está delante de un toro.

Al ver mi silencio, me dijo el señor Bustamante con suma dulzura:

—Quiero que esto de usted sea como si hablase sólo para oír toda la verdad: nada tema usted.

Alentado entonces, le hablé todo lo que había retenido de mejor en las conversaciones de mi maestro; muy respetuoso, pero sin encogimiento; muy enérgico pero sin insolencia. La sorpresa, la ira contenida, la sonrisa de benevolencia aparecían en su semblante…

Cuando descendí a mi personalidad, no sé por qué se me vino a las mientes la musa jovial, y le pinté mis cuitas, mis suegros y amoríos: de modo que reíamos como dos colegiales y como si se tratara de confidencias picantes.

—Conque usted —me dijo—, usted me cree ese Minotauro de que hablan los periódicos, y sin esperar respuesta gritó: ¡López! ¡López! (vino López).

Este López era un negrazo alto, seco y pasudo, su asistente íntimo.

—Pone usted una cama en mi cuarto para el señor, usted le obedece y hace saber que se le obedece porque es como mi hijo (yo escuchaba asombrado), llame usted al señor Yari.

El señor Yari (griego de nacimiento) hombre muy serio, trigueño y semicalvo, era el secretario. Presentóse. —Este joven (señalándome) queda aquí en la secretaría a mis inmediatas órdenes y le da usted lo mío cien pesos mensuales (como es natural, abrí tamaños ojos); además, pone usted un acuerdo para que el señor Jiménez le nombre redactor del Diario Oficial, con la dotación asignada (ciento cincuenta pesos)… ¡Bueno! bueno, hombre —y me tendió la mano… Yo estaba anonadado queriendo llorar y hacer no sé cuantas barbaridades.

—¡López! López… Vamos a almorzar, caballerito…

Yo estaba como soñando; salimos de la celda presidencial y entramos a otra, fría, enlosada, desnuda, con una raquítica mesita de palo blanco con su mantel albeando y lujoso y el servicio de cristal y loza del Paraíso que era tan elegante como propia.

Cuando entramos al comedor, esperaban de pie don Valente Mejía, jefe de su Estado Mayor, moreno, carirredondo, chiquitín, alegre y



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