Memorias de Cleopatra by Margaret George

Memorias de Cleopatra by Margaret George

autor:Margaret George [George, Margaret]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1997-01-01T05:00:00+00:00


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* * *

El crepúsculo había extendido su delicado manto sobre el cielo, y una vez más se habían encendido las luces que brillaban en las jarcias del barco. Esta vez los invitados no pisarían la cubierta de madera del barco sino una alfombra de pétalos de rosa que hubieran llegado a la altura de la rodilla de no haber estado cubiertos por una fina red. Nadie podría hundirse en ellos sino que los pisaría, y cada paso aplastaría los delicados pétalos y liberaría una nube de fragancia que se elevaría como la bruma del amanecer o una niebla de deleite sensual.

El perfume de cien mil rosas para la nariz, el fulgor de las copas de oro y el parpadeo de las luces para los ojos, los suaves lienzos de seda que cubrían los triclinios para la piel, las puras voces y los instrumentos musicales para los oídos, y los mejores manjares para acariciar y tentar la lengua… Quería que mi banquete de despedida de Tarso perdurara para siempre en los cinco sentidos de los invitados, grabado en ellos para toda la vida.

En cuanto a mí, lo más lógico era que me presentara ataviada como reina de Egipto, con una túnica azul y oro y una corona de serpientes de oro y lapislázuli. Mientras Iras me trenzaba el cabello y me lo apartaba del rostro, no pude por menos que sonreír, recordando el comentario de Antonio. Era verdad. Casi todos los peinados de ceremonia eran rígidos y no se podían tocar. Iras me miró directamente a los ojos a través del espejo. Su rostro contenía miles de preguntas que ella no se atrevía a hacerme. Y aquella noche yo no se las iba a contestar. No lo haría hasta que finalizara la velada.

Me ajustaron alrededor del cuello un soberbio collar de cuentas de oro, cornalina y lapislázuli, y unas anchas ajorcas de oro labrado alrededor de la parte superior de los brazos.

Iras destapó una botella de alabastro, se vertió unas cuantas gotas de perfume en las palmas de las manos y me rozó ligeramente la barbilla, los codos, los antebrazos y la frente.

—Tú también tienes que oler a rosas —me dijo—. Y esta fragancia de rosas blancas es un poco distinta de la de las rosas rojas que cubren todas las cubiertas y los suelos del barco.

Subirían a bordo los mismos invitados que la primera vez, treinta y seis comensales que se reclinarían en los doce triclinios. Antonio no había manifestado una especial curiosidad por el banquete, imaginando sin duda que sería como casi todos los banquetes a los que había asistido a lo largo de los años. Le pedí que se fuera antes del amanecer; pensó que lo hacía para preservar mi recato, pero lo hice porque no quería que viera la carga que esperaba en el muelle, aunque debió de aspirar el perfume de las carretadas de pétalos de rosas al pasar. Quería que se llevara una sorpresa como todos los demás.

—Mi última cena aquí —dije—. Y si tú no vas a Alejandría, nuestra última noche juntos.



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