Maigret y los ancianos by Georges Simenon

Maigret y los ancianos by Georges Simenon

autor:Georges Simenon [Simenon, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1960-07-01T04:00:00+00:00


CAPÍTULO V

Maigret no esperaba encontrar una casa que oliera todavía a entierro, como entre la gente humilde e incluso entre los buenos burgueses, con olor a cirios y a crisantemos, una viuda de ojos enrojecidos, parientes venidos de lejos, todos de luto, que comían y bebían. Por su infancia en el campo, el olor a alcohol, sobre todo a aguardiente de orujo, seguía estando en su interior asociado a la muerte y a los enterramientos.

—Bebe esto, Catalina —se decía a la viuda, antes de partir para la iglesia y el cementerio—. Necesitas animarte.

Ella bebía llorando. Los hombres bebían en la taberna y al regresar a la casa.

Si el portal había estado por la mañana adornado con colgaduras con lentejuelas plateadas, hacía mucho que ya las habían quitado y el patio central había recuperado su aspecto habitual, mitad en sombra, mitad al sol, con un conductor de uniforme que lavaba un largo coche negro, tres automóviles, uno de ellos de gran sport, con carrocería amarilla, que esperaban al pie de las gradas.

Era tan vasto como el Elíseo, y Maigret se acordó de que el Hotel de V… servía a menudo de marco para bailes y ventas de caridad.

En lo alto de la escalinata, empujó la puerta de cristales y se encontró solo en un hall con suelo de mármol. Las puertas de dos batientes, abiertas a su derecha y a su izquierda, le permitían descubrir los lujosos salones donde muchos objetos, sin duda las monedas antiguas y las tabaqueras de las que le habían hablado, estaban expuestos como en un museo.

¿Debería dirigirse hacia una de aquellas puertas, o subir por la escalera de doble tramo que conducía al primer piso? Estaba dudando cuando un mayordomo, salido Dios sabe de dónde, se aproximó silenciosamente, le cogió su sombrero de las manos y murmuró, sin preguntarle su nombre:

—Por aquí.

Maigret siguió a su guía por la escalera, y ya en el primer piso atravesó un salón, y luego una estancia muy larga que debía ser una galería de cuadros.

No le hicieron esperar. El criado entreabrió una puerta, y anunció con una voz acolchada:

—El comisario Maigret.

El gabinete en que penetró no daba al patio central, sino a un jardín, y el follaje de los árboles, lleno de pájaros, rozaba las dos ventanas abiertas.

Alguien se levantó de un sillón, y él estuvo un instante sin comprender que se trataba de la mujer a la que venía a ver, la princesa Isabel. Su asombro debía ser visible, pues ella, avanzando hacia él, dijo:

—Esperaba usted encontrarme de otra forma, ¿no es cierto?

No se atrevió a contestarle que sí. Se calló, sorprendido. Primeramente, aunque iba vestida de negro, no daba la impresión de estar de luto, sin que pudiera decir por qué. Tampoco tenía los ojos enrojecidos. No parecía muy afectada.

Resultaba más pequeña que en las fotografías, pero, contrariamente a Jaquette, por ejemplo, no parecía marcada por los años. No tenía tiempo de analizar sus impresiones. Lo haría más tarde. Por el momento, lo registraba todo maquinalmente.

Lo que más le sorprendió, fue encontrar una mujer regordeta, de mejillas llenas y lisas, de cuerpo redondo.



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