Lourdes by Émile Zola

Lourdes by Émile Zola

autor:Émile Zola [Zola, Émile]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1894-07-24T16:00:00+00:00


IV

Pedro arrastró el carrito de María hasta llegar delante de la gruta y lo instaló lo más cerca posible de la verja. Era más de medianoche; había todavía allí unas cien personas, algunas sentadas en los bancos y la mayoría de rodillas, como abismadas en la oración. Desde afuera resplandecía la gruta, llameante de cirios; era como una capilla ardiente en que no se podía distinguir otra cosa que aquel polvillo de oro de estrellas, del que emergía, en su nicho, la estatua de la Virgen, de una blancura de ensueño. Las plantas colgantes tenían un brillo de esmeralda, y el millar de muletas de que estaba tapizada la bóveda parecía una inextricable red de madera muerta, próxima a retoñar otra vez.

Aquel resplandor vivísimo hacía más negra la oscuridad de la noche; las proximidades estaban sumergidas en una negrura espesa, en la que todo se borraba: las paredes y los árboles, y sólo se oía, bajo aquel cielo entenebrecido, recargado con una pesadez de tormenta, el continuo estruendo del Gave.

—¿Se encuentra usted bien, María? —preguntó Pedro amablemente—. ¿No tiene frío?

La había visto estremecerse. Pero no era sino el airecillo del más allá, que le parecía que soplaba de la gruta.

—¡No, no; estoy muy bien! Pero póngame el chal sobre las rodillas. Muchas gracias, Pedro; y no se preocupe por mí; no necesito ya de nadie, puesto que estoy con Ella.

Su voz desfallecía; caía ya en éxtasis, con las manos juntas, los ojos elevados hacia la estatua blanca, en una transfiguración beatífica de todo su pobre rostro demudado.

Sin embargo, Pedro se quedó todavía algún rato junto a ella. Hubiera querido envolverla en el chal, porque veía temblar sus manos enflaquecidas, pero temió contrariarla y se limitó a arrimarle las ropas al cuerpo, como a una niña. Ella no le veía ya, apoyada con los codos en los bordes de su carretón.

Había allí cerca un banco, y acababa Pedro de sentarse en él cuando sus ojos se posaron en una mujer que estaba arrodillada en la penumbra. Vestía de negro, y aparentaba tanta discreción, tanta humildad, que no la reconoció en el primer momento, de tal manera se confundía con las tinieblas. Pero enseguida adivinó que era la señora de Maze. Recordó la carta que había recibido aquel mismo día, y la compadeció; comprendió el abandono de aquella mujer solitaria, que no tenía que curar ninguna llaga física, y que había ido allí únicamente para pedir a la Virgen que aliviase las penas de su corazón, convirtiendo a su infiel marido. La carta debía contener alguna respuesta dura, porque la pobre mujer parecía completamente anonadada; tenía la cabeza inclinada hacia el suelo con humildad de pobre animal azotado. Sólo se olvidaba de sí misma allí, durante la noche, feliz de desaparecer y poder llorar a solas durante horas enteras, sufriendo su martirio, implorando el retorno de las caricias perdidas, sin que nadie sospechase cuál era su doloroso secreto. Ni siquiera movía los labios: era su corazón desgarrado el que rezaba, el que reclamaba desesperadamente su parte de amor y de felicidad.



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