Los otros by Georges Simenon

Los otros by Georges Simenon

autor:Georges Simenon [Simenon, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1962-03-01T05:00:00+00:00


5

El mismo día

Cené solo. Mi mujer podía volver de un momento a otro, pues es imposible prever cuándo se acaban los domingos de Parantray.

Cualquier otro día me hubiese hundido en un sillón con algún libro, saboreando la tranquilidad que había a mi alrededor mientras tanta gente, a pesar del mal tiempo, se agitaba en la ciudad. Pero desde por la mañana no quería estar solo. De repente necesitaba tener contactos, necesidad de saber, al menos, lo que otros hacían a aquella misma hora.

Llamé a casa de mi primo Floriau y me contestó Monique. En seguida tuve la impresión, por su voz, por la manera como elegía sus palabras, de que estaba desanimada, inquieta.

—¿No está ahí tu marido?

—No le he vuelto a ver desde esta mañana. Sólo tengo noticias suyas por teléfono.

—¿Ha asistido a la autopsia?

—Sí. Ha dado los resultados que se esperaban. Tío Antoine se ha tomado más de veinte tabletas de somnífero. Por el contrario, a pesar de que hace tanto tiempo que le tratan para el corazón, lo han encontrado en muy buen estado para un hombre de su edad. Habría podido vivir aún diez años más.

—¿Y Colette?

Fue sobre todo entonces cuando la voz se hizo más sorda, más inquietante.

—Parece ser que de repente se ha quedado tranquila y razonable. Pero se niega a seguir en la clínica. El psiquiatra, que es un buen amigo de Jean, se encuentra desarmado, pues nada le permite, en su estado actual, retenerla a la fuerza. Tampoco tiene derecho, sin su autorización, a aplicarle un tratamiento que disminuiría su lucidez. ¡Es astuta!

Había en Monique una amargura tan serena que se la habría podido poner como modelo de la buena esposa, de la buena madre y de la buena ama de casa.

¿Sentía que su matrimonio se encontraba en peligro?

—¿Va a volver a su casa?

—Tal vez esté ya allí a estas horas. Jean no cree en esta calma aparente. Ha tenido que poner a dos guardias que se relevaran en el muelle Notre-Dame. Lo que me pregunto es si va a dejarle marcharse…

Irene volvió en ese momento, triste, agresiva, y no tardé en colgar el aparato.

—No abrirán el testamento hasta después del entierro.

Lanzó su abrigo a un sillón y se dejó caer en otro, con los pies arrimados al fuego.

—Pues bien, yo, que según dicen soy una mujer interesada, encuentro asqueroso que tengamos esa herencia de la que se lleva tanto tiempo hablando. Loca o no, histérica o no, Colette ha dado a ese hombre los mejores años de su vida y no veo por qué tenéis que ser vosotros los que heredéis…

No insistí. No le pregunté qué era lo que la había puesto de mal humor. Fue a ponerse la bata. Leímos, cada uno en un rincón, ella una revista, yo un libro de memorias y nos acostamos hacia las once.

—Esta noche no, por favor —me dijo separándose.

Al día siguiente, Día de Difuntos, me levanté antes que ella, como de costumbre y ella aún dormía o hacía que dormía cuando salí de casa a las nueve y media.



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