Los lobos de oro by Roshani Chokshi

Los lobos de oro by Roshani Chokshi

autor:Roshani Chokshi [Chokshi, Roshani]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 2018-12-31T16:00:00+00:00


15

Enrique

Enrique caminaba con el bastón ligeramente levantado del suelo, con cuidado para no activar la bomba de luz. El invernadero se encontraba al otro lado del césped. Los juerguistas revoloteaban a su alrededor. Las mujeres llevaban corpiños de terciopelo y máscaras de lobo. Los hombres, trajes con alas en los hombros. Enrique vio camareros y camareras con máscaras de zorro y de conejo que se movían entre la multitud y llevaban una bebida humeante que provocaba visiones caleidoscópicas. A medida que caminaban, algunos de los camareros de pronto cambiaban de altura y salían disparados por los aires gracias a unos zancos que tenían escondidos en los zapatos, y se dedicaban a verter botellas de champán en forma de riachuelos burbujeantes sobre las bocas abiertas y risueñas de los invitados. Entre la muchedumbre avanzaban bandejas con comida que nadie llevaba. En la superficie, Enrique vio granadas huecas, pasteles blanquecinos y ostras en media concha sobre montañas de hielo que goteaban.

A diferencia de la subasta de la Orden de Babel, allí casi nadie tenía piel oscura ni acento rítmico. Y a pesar de todo, Enrique reconoció la decoración. Objetos maravillosos y monstruosos sacados de las historias que se contaban en la otra punta del mundo. Había dragones forjados extraídos de mitos orientales, sirenas con ojos de párpados gruesos, bhutas con los pies del revés… Y aunque no todos salían de historias que le hubieran contado, Enrique se vio en cada una de ellas, relegado a los confines de la oscuridad. Él era como esos cuentos: tan sólido como el humo e igual de indefenso.

Ahora ni siquiera se parecía a sí mismo. Ni a ningún hombre de China que conociera en el pasado. Se ocultaba detrás de una caricatura que le permitía avanzar sin que nadie le dijera nada. Quizá fuera horroroso tener que ocultarse, pero para eso había ido él allí, para así no tener que ocultarse nunca más.

El invernadero se alzaba delante de él. En la penumbra, Enrique entrevió los extraños símbolos que tenía tallados. Ejemplos de geometría sagrada. Hasta el caminito que recorría estaba repleto de diferentes símbolos, estrellas de teselas en el interior de círculos, fractales de estrellas escondidas entre los árboles. Los aleros mismos de las residencias de la Casa Kore hablaban de antigua simbología, con los bucles de nautilos que se repetían una y otra vez.

Enrique ya casi había llegado al invernadero cuando notó que alguien le cogía del hombro. Soltó un grito y estuvo a punto de dar un salto. Al girarse, vio que Laila se escondía detrás de un árbol.

—Suerte que he dado contigo —resopló ella. Laila le puso algo en la mano—. He encontrado esto en los uniformes de los guardias, pero solo en los de aquellos que vigilan el invernadero.

Cuando Enrique abrió la mano, lo único que vio fue un caramelo violeta.

—Ahora mismo no me apetece una chuchería, pero…

—¿Tú, rechazando comida? —Laila abrió los ojos como platos—. Sí que debes de estar nervioso. No es un caramelo. Es un antídoto.

—¿Para qué?

—Para el veneno —respondió ella con el ceño fruncido—.



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