Londres by Virginia Woolf

Londres by Virginia Woolf

autor:Virginia Woolf [Woolf, Virginia]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Comunicación
editor: ePubLibre
publicado: 1930-12-31T16:00:00+00:00


Es un lugar común —pero no podemos evitar repetirlo— decir que Saint Paul domina Londres. Vista desde lejos, la catedral parece hincharse como una burbuja gris. Al acercarnos, se cierne sobre nosotros, gigantesca y amenazadora. Pero de repente se desvanece. Y, detrás de Saint Paul, debajo de Saint Paul, alrededor de Saint Paul, cuando no podemos ver Saint Paul, ¡cuánto se encoge Londres! Otrora, hubo universidades, plazas rectangulares y patios, y monasterios con lagos y peces, y claustros, y corderos pastando en prados verdes, y posadas en las que grandes poetas estiraban sentados las piernas y hablaban cuanto querían. Ahora este espacio se ha encogido. Los campos, los lagos con peces, los claustros, han desaparecido. Incluso los hombres y las mujeres se han encogido y se han transformado en multitudinarios y leves, en vez de ser individuales y recios. Allí donde Shakespeare y Jonson en otros tiempos se enfrentaron y se dijeron cuanto quisieron, un millón de señores Smith y de señoritas Brown andan presurosos y ajetreados, saltan del autobús, se sumen en el metro. Causan la impresión de ser demasiados, demasiado pequeños, demasiado parecidos entre sí, para tener cada cual su nombre, su carácter, su propia vida separada.

Si dejamos la calle y entramos en una iglesia ciudadana, reparamos en el espacio de que disfrutan los muertos en comparación con aquel del que disfrutan en nuestros días los vivos. En el año 1737, murió un hombre llamado Howard, y fue enterrado en Saint Mary-le-Bow. La lista de sus virtudes ocupa una pared entera. «Gozó de la bendición de una mente inteligente y recia, que brilló conspicuamente en el habitual ejercicio de grandes y divinas virtudes… En una edad de disipación, fue siempre inviolablemente fiel a la justicia, la sinceridad y la verdad». Este hombre ocupa un espacio que podría servir casi para instalar una oficina cuyo alquiler ascendería a un buen montón de libras esterlinas. En nuestros tiempos, cualquier hombre igualmente oscuro tendría una porción de piedra blanca de tamaño reglamentario, entre miles de porciones iguales, y no se daría constancia de sus grandes y divinas virtudes. En Saint Mary-le-Bow también se pide a la posteridad que se detenga y se alegre, pues la señora Mary Lloyd «terminó una ejemplar e inmaculada vida» sin sufrir y, desde luego, sin recuperar el conocimiento, a la edad de setenta y nueve años.

Deteneos, reflexionad, vigilad vuestras costumbres, es lo que estas viejas lápidas nos aconsejan, y aquello a que nos exhortan. Uno sale de la iglesia maravillado de los espaciosos días en que ciudadanos desconocidos podían ocupar tanto espacio con sus huesos, y pedir con tal seguridad tanta atención a sus virtudes, mientras nosotros andamos entrechocando los unos con los otros, esquivándonos y hurtándonos los unos y los otros, en la calle, doblando esquinas ceñidamente, y dejándonos atropellar con toda facilidad por los automóviles. El simple proceso de mantenernos vivos exige todas nuestras energías. Íbamos a decir que no tenemos tiempo para pensar en la vida y en la muerte, cuando de repente nos topamos con los inmensos muros de Saint Paul.



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