Las chicas de campo by Edna O’Brien

Las chicas de campo by Edna O’Brien

autor:Edna O’Brien [O’Brien, Edna]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1960-01-01T05:00:00+00:00


11

El día siguiente fue muy frío. El señor Gentleman vino a buscarme después del almuerzo. Baba había salido a lucir un rato su abrigo nuevo de mohair, y Martha se fue arriba a descansar. Baba me había contado con gran secretismo que Martha estaba experimentando un cambio en su vida, y me compadecí de ella. Ignoraba qué quería decir, aunque sabía que tenía algo que ver con no poder tener más hijos.

Molly cepillaba el cuello de mi abrigo en el vestíbulo cuando sonó el timbre.

—¿Querías que te acercara a Limerick? —me preguntó. Llevaba un abrigo de pelo negro y su rostro parecía petrificado.

—Sí —contesté, y pisé a Molly sin querer.

Poco antes le había contado a ella que iba a ir a visitar a la hermana de mi madre, y que él me llevaría en su coche.

Pasamos largo rato sin decimos nada, ya en el coche. Era nuevo, con los asientos de piel roja, y el cenicero estaba lleno a rebosar de colillas de cigarrillos. ¿De quién serían?

—Te has puesto rolliza —dijo al fin. Yo detestaba esa palabra; me hacía pensar en cuando se pesa a los pollitos para venderlos en el mercado—. Y también muy guapa… Terriblemente guapa —añadió, frunciendo el ceño. Le di las gracias y le pregunté por su esposa. ¡Qué estupidez de pregunta! Quise morirme—. Está bien, ¿y tú cómo estás? ¿Has cambiado?

Infinidad de interpretaciones se ocultaban bajo aquellas palabras y bajo el fulgor gris-amarillo de sus ojos. A pesar de que en su rostro se leía el cansancio, el cansancio de la vida y, en cierto sentido, la muerte, sus ojos eran jóvenes, grandes y plenos de una feroz impaciencia.

—Sí, he cambiado. Ahora sé latín y álgebra. Y hago raíces cuadradas.

Se rió y me dijo que era muy graciosa; y nos alejamos de la verja, porque Molly asomaba por la ventana de la sala de estar, espiando. Había levantado una esquinita del visillo y tenía la nariz pegada al cristal.

Cerré los ojos cuando pasamos por delante de la cancela de mi casa. No tenía ninguna gana de verla.

—¿Te puedo dar la mano? —preguntó con amabilidad.

Tenía la mano helada, y las uñas amoratadas debido al filo. Circulamos por la carretera de Limerick, y por el camino empezó a nevar. Los copos caían perezosos, con suavidad y en oblicuo contra el parabrisas. Caía la nieve sobre los setos y sobre los árboles detrás de los setos, y sobre los campos sin árboles de la lejanía, y despacio y en silencio mudaron el color y las formas de las cosas hasta que fuera del automóvil todo estuvo cubierto por un manto suave e inmaculado.

—Hay una manta en la parte de atrás —dijo.

Era de lana, a cuadros, y me habría gustado taparnos a ambos con ella, pero la timidez me lo impidió. Contemplé cómo caían temblorosos los copos. El coche aminoraba la marcha, y yo sabía que, antes de que la nieve cubriese el capó, el señor Gentleman me diría que me amaba.

En efecto, tomó una carretera secundaria y detuvo el coche.



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