Lagartija sin cola by José Donoso

Lagartija sin cola by José Donoso

autor:José Donoso [Donoso, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: spanish
ISBN: 9789870408369
editor: Alfaguara
publicado: 2007-08-17T16:00:00+00:00


El año que siguió a mi instalación en Dors, fue un año de trabajo y de relación: el conocimiento de las raíces más primitivas, y al mismo tiempo más superficiales del pueblo, y la tremenda identificación, no sólo con el pueblo, sino también con el paisaje que, por primera vez en mi vida, encontraba que me penetraba y se adueñaba de mí y formaba parte de mí mismo. Lo que le había dicho, un poco coquetonamente para atraer a Lidia, y refiriéndome a Lévy-Bruhl, era verdad: Dors y su contorno se habían constituido en mi alma selvática; mi participación mística era tal, que cualquier ofensa contra él, cualquier afeamiento era, en suma, un insulto a mí, y yo participaba profundamente con el destino de esas piedras que existían desde tiempos tanto más inmemoriales que yo. Tratar de comunicarse a un nivel más o menos civilizado con esa gente, yo lo sabía, era imposible, imposible totalmente imponerle mis valores, mis juicios, mi manera de vivir. La comunicación, en todo caso, se efectuaba a un nivel de misterio, de participación muda en la misma actividad: Salvador, y algún otro peón, eligiendo las losas para empedrar un suelo, y nuestra emoción paralela al derribar un trozo de la casa, que me sobraba y donde quería hacer un poco de patio, de dos arcos perfectos, romanos —la argamasa que los unía estaba mezclada con trozos de ladrillo, de modo que no cabía duda de que fueran de construcción romana—, y mi excitación y su excitación fueron tan paralelas, tan iguales, que nos fuimos a la plaza a celebrar, y con el mozo, y con el dueño nos despachamos varias botas de vino, del bueno, del casero, que hice sacar y convidar a todos los bulliciosos circunstantes. Al pasar por una calle se corría un visillo, y un rostro femenino, viejo o joven, vigilando junto a su mesa camilla, me miraba y luego dejaba caer el velo sobre su intimidad. Las mujeres no existían en Dors: al casarse, se clausuraban como mujeres, y quizá como seres humanos para todo lo que no fuera simplemente el núcleo familiar más próximo. En la plaza, el secretario me presentó a su señora, joven, bella, que soportaba durante un instante el bombardeo de pesadeces, callada, sonriente, pero se iba pronto sin decir nada —haciendo las preguntas más banales: ¿hace tiempo que vive aquí? Y su esposa, ¿cuándo vendrá? ¿Tiene niños? ¿Y su profesión? Ah, era pintor, estará jubilado ya: sí, jubilado, bueno, tengo que ir a preparar la cena, hasta otra vez— y no dejaba ni una huella en el agua de la conversación masculina, como una piedra que cae y ni siquiera deja círculos concéntricos.

Una noche, en la plaza —ya avanzábamos al otoño, y la gente comenzaba a prepararse para las festividades del Pilar, para ir a coger setas a los cerros, para la vendimia, y yo olía con deleite en el aire la transición de una estación a otra, mientras mi casa avanzaba, y la de Diana,



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