La rueda de la vida by Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida by Elisabeth Kübler-Ross

autor:Elisabeth Kübler-Ross
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2000-08-01T04:00:00+00:00


21. Mi madre

Mi vida debería haberme parecido perfecta puesto que era el cuadro mismo de la dicha. En 1969 nos mudamos a una preciosa casa diseñada por Frank Lloyd Wright en Flossmoor, un barrio de clase alta. Mi nuevo jardín huerta era bastante extenso, por lo que Manny y los niños me regalaron un minitractor para mi cumpleaños. Manny estaba encantado con su nuevo estudio e instaló un fabuloso equipo estereofónico para que yo escuchara música country desde mi cocina de ensueño. Los niños estaban internos en un destacado colegio privado.

Pero a mí me parecía casi demasiado perfecto para ser cierto. Era como un sueño del que suponía iba a despertar. Una buena mañana desperté sabiendo el origen de mi inquietud. Estábamos en la tierra de la abundancia, donde no nos faltaba nada, y yo no había transmitido a mis hijos justamente aquello que había sido lo más importante durante mi infancia. Quería que supieran lo que era levantarse temprano, hacer excursiones por las colinas y montañas, apreciar y reconocer las flores, las diferentes hierbas, los grillos y las mariposas. Quería que recogieran flores y piedras de colores durante el día, y que por la noche dejaran que las estrellas les llenaran de sueños la cabeza.

No me detuve a pensar lo que debía hacer. Ésa no era mi manera de actuar. Tomé la decisión rápidamente: la semana siguiente saqué a Kenneth y Barbara del colegio y nos marchamos en avión a Suiza. Mi madre se reunió con nosotros en Zermatt, una encantadora aldea alpina donde estaban prohibidos los coches y la vida era bastante parecida a lo que había sido hacía cien años. Eso era lo que deseaba. El tiempo estaba divino. Hicimos excursiones con los niños, en las cuales subieron montañas, corrieron a lo largo de los riachuelos y persiguieron animales. Recogían flores y se llevaban piedrecillas a casa. Tenían las mejillas sonrosadas, tostadas por el sol. Fue una experiencia inolvidable.

Pero resultó que no fue inolvidable por eso. La última noche, entre mi madre y yo acostamos a los niños. Ella se quedó para darles besos y abrazos extra de buenas noches mientras yo salía al balcón. Me estaba columpiando en una vieja mecedora hecha a mano cuando se abrió la puerta corredera del dormitorio y mi madre se unió a mí para disfrutar del aire fresco de la noche.

Las dos contemplamos maravilladas la luna, que parecía flotar sobre el Matterhorn. Mi madre se sentó a mi lado; estuvimos en silencio durante un buen rato, cada una sumida en sus pensamientos. La semana había sido mejor de lo que yo había imaginado. No podía haberme sentido más feliz. Pensé en los habitantes de todas las ciudades del mundo que jamás hacían un esfuerzo por contemplar un cielo tan precioso. Soportaban la vida mirando la televisión y bebiendo alcohol. Mi madre aparentaba sentirse tan feliz como yo, tanto en ese momento como con su vida.

No sé cuánto rato estuvimos sentadas en silencio, gozando de la mutua compañía, pero mi madre rompió finalmente el hechizo.



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