La octava caja by Dory Sontheimer

La octava caja by Dory Sontheimer

autor:Dory Sontheimer [Sontheimer, Dory]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 2016-12-01T00:00:00+00:00


De lo que sí estaba convencido Peter, era de que no entregaría a Patty. «Pero ¿qué se han creído estos nazis? ¿Están locos?», anotaba.

Desde marzo de 1939, al entrar los nazis, los padres de Peter habían intentado vender sus objetos de valor, plata, porcelana, cuadros, siempre a escondidas, a los pocos amigos no judíos que les quedaban, algunos de ellos, pacientes de Erwin. Siempre bajo el riesgo de una denuncia. Pero la necesidad superaba al miedo. Lo que conseguían servía para comprar zapatos nuevos, un jersey, unas medias, una pastilla de jabón y sobre todo comida.

En aquel momento abandonar el hogar representaba renunciar a todo lo que había constituido sus vidas hasta aquel momento. Lisa quería llevarse manteles, un juego de cama para cada uno, toallas, ropa de invierno y verano, cubiertos, el maletín médico, una caja con los documentos ya… Patty perfectamente colocada en su caja de flores. Jamás la hubieran abandonado. En su maleta Peter, había colocado unos cuantos libros y el Diario que le había regalado su tía. Enrollaron los edredones. No fue fácil bajar todos los paquetes. El señor Otto, el tendero al que Lisa siempre había comprado los víveres, un católico checo que adoraba a aquella familia, les dejó su carretón. Pero antes, cogidos de la mano, repasaron su hogar por última vez; querían grabar las imágenes de su casa en su mente y lo vivido allí, en su hogar. Fueron revisando todas las habitaciones, Peter se detuvo ante el reloj de cuco, se acordaba de cómo su padre le había enseñado las horas: «Mira, papá, ¿te acuerdas? Cuando era pequeño me decías “Cuando salga el cuco habrá pasado media hora, treinta minutos, fíjate bien…”». Aquel niño se estaba convirtiendo en un adulto de la forma menos deseada. ¡Cuantos recuerdos íntimos grabados! La mirada sobre cualquier objeto, equivalía a un momento. Se clausuraba una etapa, para los tres, en el instante en el que cerraron la puerta de su casa. Ya no tendrían las plantas que su madre con esmero había cuidado, ni la silla de la cocina con el nombre de Peter grabado en el respaldo, su silla, en donde tantas veces había estado sentado tomando su vaso de leche con pan, o comiendo, o bromeando o discutiendo con sus padres. Tampoco vería más la chimenea, ni el sillón donde se sentaba su padre, ni la silla donde cosía su madre. «¿Quién se sentaría allí? ¿El culo de los nazis sobre aquellas sillas?». Solo pensarlo, le venían ganas de quemarlas, destruirlas.

En aquel momento se sentía más judío, porque ser judío era ser persona, y ser nazi era ser un monstruo.

Esto es lo que cavilaba mientras iban arrastrando el carretón, del amable señor Otto, con las maletas, hasta la casa que les habían asignado. Veía a su padre y observaba el dominio que tenía de sí mismo. Admiraba su fortaleza, pero verle arrastrar aquel carretón le humillaba. Y en plena calle en voz alta, casi chillando dijo: «Cuando sea escritor, en mi primer libro, explicaré



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