La modista de París by Georgia Kaufmann

La modista de París by Georgia Kaufmann

autor:Georgia Kaufmann [Kaufmann, Georgia]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2020-01-01T00:00:00+00:00


* * *

El tiempo pasó despacio mientras la enfermedad avanzaba. Una noche hicimos el amor por primera vez en semanas. Abrazados, me sorprendió sentir lo delgado y débil que se había vuelto. Parecía saborear cada momento; cada movimiento era como una ola prolongada de intenso placer o dolor. Fue más lento y estaba más concentrado que cualquier otra vez desde nuestro primer encuentro y confundí su estado de ánimo con fatiga. Después de corrernos, pude sentir cómo disminuía dentro de mí y me di cuenta de que no se había retirado ni había derramado su semilla fuera. Conocía mi ciclo menstrual mejor que yo y nunca se arriesgaba, pero eligió esa noche para correrse dentro de mí, para completar nuestro amor.

Durante un rato se acostó sobre mí, respirando con dificultad. Pesaba tan poco que no tuve que empujarlo como hacía antes. Él me besó en la boca con firmeza y después gimió.

—¿Estás bien? —pregunté. Salió de mí y rodó sobre la cama, dejando su mano en mi pecho.

—No —gimió—. El dolor se ha vuelto insoportable, Rosa.

—¿Necesitas más medicación?

—Por supuesto, pero no es suficiente. Rosa… —dejó de hablar y volvió a hacer una mueca de dolor—. Ahora es cuestión de semanas, o de días.

—No digas eso, podemos…

—Shh. —Me pasó los dedos por la boca.

Nos tumbamos juntos en silencio hasta que mis lágrimas disminuyeron y mi respiración agitada se ralentizó.

—He terminado mis cuadernos —dijo. Desde el diagnóstico, había pasado todas las tardes libres y las noches que no podía dormir escribiendo los recuerdos de su tiempo como prisionero durante la guerra. Había llenado dos cuadernos con su prosa pulcra y precisa.

—¿Ya puedo leerlos? —pregunté.

—No. Los he empaquetado para enviarlos a Yad Vashem.

Me apoyé sobre el codo.

—¿Dónde?

—Al Museo del Holocausto en Jerusalén.

Le miré fijamente.

—¿Por qué? ¿Por qué no puedo verlos? Tus recuerdos son míos; son parte de mí.

Se puso de espaldas para que yo no pudiera verle la cara.

—Hemos pasado diez años muy buenos, ¿no es así, mi amor?

Asentí con la cabeza. Las lágrimas volvieron a brotar. Me limpié la cara.

—Eso es lo que quiero que recuerdes —dijo—. No lo que ocurrió durante la guerra, antes de que nos conociéramos. He escrito mi testimonio porque quiero que quede registrado, como prueba, pero no es así como quiero que me recuerdes.

Ahogué un sollozo.

—Ven aquí, Rosa —susurró. Se había vuelto a poner de lado y estaba frente a mí—. Eres invencible. Te recuperarás. Guárdame en tus recuerdos, pero tienes que vivir. Y amar.

—No es demasiado tarde —supliqué entre lágrimas—. Podemos ir a Nueva York mañana, o a París. Los médicos de allí podrían salvarte.

—Ya hemos pasado por esto. No hay nada que hacer, nadie puede salvarme. No hay cura para este cáncer. Debes prometer que vivirás, que vivirás por los dos.

Me besó despacio, sin prisa, y se dejó caer sobre la almohada.

—Después de la guerra, cuando volví a París, estaba tan enfadado, tan triste, que nunca pensé que podría volver a ser feliz. Y mira, hemos tenido diez años de cielo en la Tierra. No te rindas ahora, Rosa.



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