La lista de los catorce by Nacho Guirado

La lista de los catorce by Nacho Guirado

autor:Nacho Guirado [Guirado, Nacho]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2010-01-01T05:00:00+00:00


25

La primera vez que estuvo en el Molín del Alférez debía de tener apenas la edad de Constante. Y el recuerdo más vivo de aquella época fue el del hambre. A todas horas, en todo momento. Un vacío en el estómago que apenas la dejaba dormir. Cada poco, como si con su insistencia madre pudiese lograr que las piedras se convirtieran en pan o, tal y como Dios había hecho con los judíos ante sus plegarias, que cayese maná del cielo, repetía la misma letanía: «Mamá, tengo hambre». Pero ni su madre era Moisés, ni Dios parecía preocupado de aquella tierra que manaba sangre desde hacía más de un año. Constante, tan fuerte ya de pequeño, no protestaba. Se consumía de día en día, encogido en un rincón al lado de la cocina de carbón casi siempre apagada, pero callado, ahorrando energía. Gelín sólo sabía llorar, y madre lo llevaba al cuello permanentemente colgado, como si pudiese alimentarle sólo con el contacto. Porque nada más que eso podía darle. Ya habían fusilado a Pepín, y padre y Faustino esperaban el mismo destino, encerrados en El Coto, en Gijón.

Gelín quedó con la abuela, la maestra, que murmuraba todo el día con el rosario en la mano, y Luisa y Constante acompañaron a su madre a la escombrera del pozo Pumarabule, en Carbayín Bajo. Era domingo. Lo recordaba bien porque faltaron a misa. Caminaron con el tenue brillo de las estrellas, antes de que alborease, con el miedo en el cuerpo de que los confundiesen con los soldados que huían del frente desmoronado y tirasen contra ellos. Pero llegaron sin contratiempo.

Doña Carmen llevaba un saco de arpillera vacío. Doblados los tres sobre la escombrera, bajo la luz creciente del amanecer, fueron escogiendo trozos de carbón que otros necesitados habían olvidado en su búsqueda. Éstos lo hacían con la connivencia del vigilante, al que sobornaban con un par de perronas, o un trozo de chorizo, o algo de vino. Pero ellos no tenían nada para darle, y no les quedó más remedio que hurtar el carbón antes de que el hombre llegara al trabajo.

Cuando Luisa ya no sabía si le dolían más los dedos por el frío o por hurgar entre los escombros, o si recuperaría la movilidad del espinazo después de estar tanto rato flexionada, su madre consideró que ya tenían suficiente. En realidad, sólo habían llenado medio saco, pero doña Carmen temía la llegada del vigilante y que éste les pudiese arrebatar el botín. Agotados, tomaron el camino de regreso, pero en lugar de subir la caleya que les llevaría hacia casa, su madre continuó por Carbayín Bajo.

—¿Dónde vamos, madre? —se atrevió a preguntar Luisa.

—Al molino. Ellos necesitan carbón.

—¿Así, tan sucios? —y Luisa se miraba las manos negras y rojas, diminutas heridas sangrantes de las esquirlas de piedra que teñían el polvo de hulla.

—Daremos más pena.

Pero en el molino del puente no quisieron saber nada. El molinero había estado guardado en el monte hasta que las tropas sublevadas tomaron el concejo, y conocía de sobra a la familia de doña Carmen.



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