La familia de Pascual Duarte by Camilo José Cela

La familia de Pascual Duarte by Camilo José Cela

autor:Camilo José Cela
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama, Relato
publicado: 1942-01-01T05:00:00+00:00


* * *

Pocos días duró. Cuando lo devolvimos a la tierra, once meses tenía; once meses de vida y de cuidados a los que algún mal aire traidor echó por el suelo…

XI

¡Quién sabe si no sería Dios que me castigaba por lo mucho que había pecado y por lo mucho que había de pecar todavía! ¡Quién sabe si no sería que estaba escrito en la divina memoria que la desgracia había de ser mi único camino, la única senda por la que mis tristes días habían de discurrir!

A la desgracia no se acostumbra uno, créame, porque siempre nos hacemos la ilusión de que la que estamos soportando la última ha de ser, aunque después, al pasar de los tiempos, nos vayamos empezando a convencer —¡y con cuánta tristeza!— que lo peor aún está por pasar…

Se me ocurren estos pensamientos porque si cuando el aborto de Lola y las cuchilladas de Zacarías creí desfallecer de la nostalgia, no por otra cosa era —¡bien es cierto!— sino porque aún no sospechaba en lo que había de parar.

Tres mujeres hubieron de rodearme cuando Pascualillo nos abandonó; tres mujeres a las que por algún vínculo estaba unido, aunque a veces me encontrase tan extraño a ellas como al primer desconocido que pasase, tan desligado de ellas como del resto del mundo, y de esas tres mujeres, ninguna, créame usted, ninguna, supo con su cariño o con sus modales hacerme más llevadera la pena de la muerte del hijo; al contrario, parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo para amargarme la vida. Esas tres mujeres eran mi mujer, mi madre y mi hermana.

¡Quién lo hubiera de decir, con las esperanzas que en su compañía llegué a tener puestas!

Las mujeres son como los grajos, de ingratas y malignas.

Siempre estaban diciendo:

—¡El angelito que un mal aire se llevó!

—¡Para los limbos por librarlo de nosotros!

—¡La criatura que era mismamente un sol!

—¡Y la agonía!

—¡Que ahogadito en los brazos lo hube de tener!

Parecía una letanía, agobiadora y lenta como las noche de vino, despaciosa y cargante como las andaduras de los asnos.

Y así un día, y otro día, y una semana, y otra… ¡Aquello era horrible, era un castigo de los cielos, a buen seguro, una maldición de Dios!

Y yo me contenía.

Es el cariño —pensaba— que las hace ser crueles sin querer.» Y trataba de no oír, de no hacer caso, de verlas accionar sin tenerlas más en cuenta que si fueran fantoches, de no poner cuidado en sus palabras… Dejaba que la pena muriese con el tiempo, como las rosas cortadas, guardando mi silencio como una joya por intentar sufrir lo menos que pudiera. ¡Vanas ilusiones que no habían de servirme para otra cosa que para hacerme extrañar más cada día la dicha de los que nacen para la senda fácil, y cómo Dios permitía que tomarais cuerpo en mi imaginación!

Temía la puesta del sol como al fuego o como a la rabia; el encender el candil de la cocina, a eso de las siete de la tarde, era lo que más me dolía hacer en toda la jornada.



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