La esfera y la cruz by G. K. Chesterton

La esfera y la cruz by G. K. Chesterton

autor:G. K. Chesterton [Chesterton, G. K.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Sátira
editor: ePubLibre
publicado: 1910-01-01T05:00:00+00:00


XI. Escándalo en la aldea

En la de Haroc, isla de Saint Loup, habitaba un hombre que, aun viviendo bajo la bandera inglesa, era absolutamente típico de la tradición francesa. En su persona nada llamaba la atención, pero en eso precisamente consistía su carácter peculiar. No era extraordinariamente francés; pero el ser extraordinariamente francés es contrario a la tradición francesa. Los ingleses más comunes le habrían encontrado solamente un poco anticuado; los ingleses imperialistas le habrían de fijo confundido con el viejo John Bull de las caricaturas. Muy recio; falto de toda distinción; usaba patillas, un poco más crecidas que las de John Bull. Su nombre, Pierre Durand; de profesión, tratante en vinos; en política, republicano conservador; católico de educación, había pensado y obrado siempre a lo agnóstico; tornaba poco a poco a la Iglesia en sus últimos años. Tenía el genio (si puede usarse siquiera palabra tan indómita en relación con persona tan domesticada) de decir las cosas convencionales a propósito de todos los temas imaginables; o más bien, lo que en Inglaterra llamarían cosas convencionales. Porque en él no era convención, sino convicción viril y firme. La convención implica disimulo o afectación, de lo cual no tenía ni barruntos. Era sencillamente un ciudadano ordinario con opiniones ordinarias; si se lo hubiesen dicho así, lo habría tomado por un cumplido ordinario. Si le hubiesen preguntado de las mujeres, habría dicho que se debe proteger su vida doméstica y su decoro; habría usado términos muy añejos, pero reservándose argumentos poderosos. Si le hubiesen preguntado del gobierno, habría dicho que los ciudadanos son libres e iguales, sabiendo muy bien lo que decía. Si le hubiesen preguntado de la educación, habría dicho que debe inculcarse en los jóvenes el hábito del trabajo y el respeto a los padres. Incluso les habría puesto el ejemplo de su trabajo, y habría sido uno de los padres a quienes se debe respetar. Un estado de ánimo tan desesperadamente regular, deprime el instinto inglés. Pero es que en Inglaterra el hombre que proclama tamañas vulgaridades es generalmente imbécil, e imbécil despavorido, que las proclama por servilismo social. Durand era muy otra cosa; había leído todo el siglo XVIII y podía defender sus vulgaridades agotando los argumentos de aquel siglo. No tenía nada de cobarde: grueso y sedentario como era, habría derribado de un golpe, con la violencia instantánea de una máquina automática, a quien le llegase al pelo de la ropa; morir vestido de uniforme le hubiera parecido una eventualidad con la que se debe contar a veces. Mucho me temo que este monstruo sea inexplicable para las sectas ampulosas y los clubes excéntricos de mi país. Era, simplemente, un hombre.

Vivía en una pequeña villa bien abastecida de mesas y asientos cómodos, y de pinturas y medallones clásicos, extremadamente desapacibles. En su casa, el arte no conocía término medio entre los rígidos y pobres dibujos de cabezas griegas y togas romanas, y las vulgarísimas imágenes católicas, de colores chillones; las más de éstas en el aposento de su hija.



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