La danza de la gaviota by Andrea Camilleri

La danza de la gaviota by Andrea Camilleri

autor:Andrea Camilleri [Camilleri, Andrea]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2009-04-23T04:00:00+00:00


11

Salió por la puerta pensando que lo de Manzella no había sido un simple cambio de domicilio, sino que se parecía mucho a una especie de fuga de alguien que quiere esfumarse sin dejar rastro.

Se alejó con el coche lo necesario para no despertar la curiosidad de la gente del vecindario, se detuvo y sacó las cartas del bolsillo.

La primera procedía de Palermo y estaba firmada «con todo el afecto de tu hermana Luciana». Era de principio a fin un rosario de lamentaciones: que si la madre nonagenaria y enferma necesitaba asistencia, que si el marido era un calavera de mucho cuidado, que si a uno de los hijos había que darlo por perdido porque andaba detrás de una chica que parecía una santa y en realidad era una auténtica zorra, tanto que hacía que él le comprara las bragas… En conclusión, pedía dinero.

La segunda era de un tal Sebastiano y procedía de Messina. Decía que estaba bien, que había sentado la cabeza y que había encontrado finalmente el amor de su vida. Amor del cual incluía una fotografía. La foto presentaba a un marino militar, un joven de unos veinticinco años con la cabeza gacha, orejas de soplillo y boca caballuna. Debía de medir un metro noventa, estaba en una postura que parecía de atleta, y tenía las piernas tan torcidas que prácticamente formaban un círculo.

Montalbano pensó que el amor, como todo el mundo sabe, es ciego.

La tercera y última, procedente de la propia Vigàta, la leyó dos veces seguidas.

Después se marchó, pasó por la comisaría, guardó las dos primeras cartas en un cajón de su mesa y dejó la tercera en el bolsillo. A continuación salió y se fue a Marinella.

Dulce y clara era la noche, y sin viento. Y la luna, en vez de hallarse sobre los huertos, flotaba sobre el mar. El invierno sentía que tenía los días contados y se abandonaba a su fin con una especie de melancólica languidez un tanto distraída, porque se dejaba invadir por días y noches primaverales sin oponer resistencia. Montalbano, sentado en la galería, se había zampado un gran plato de pasta ’ncasciata que Adelina le había dejado en el horno. Realmente ese plato era más para el mediodía, pero la asistenta nunca hacía distinciones entre cosas adecuadas para comer y cosas adecuadas para cenar. Y a veces el comisario pagaba las consecuencias. Como seguramente ocurriría aquella noche, porque digerir la pasta puede convertirse en una auténtica guerra nocturna. Se levantó suspirando, entró en casa, se sentó a la mesa sobre la que había dejado la carta dirigida a Filippo Manzella y la leyó por tercera vez.



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