La baraja de plata by Juan Bolea

La baraja de plata by Juan Bolea

autor:Juan Bolea [Bolea, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2022-10-17T00:00:00+00:00


8:00

Un vecino avisó de que una mujer estaba frente al castillo de Santa Catalina, tirada entre dos coches como un despojo humano.

La Policía la localizó en un estado lamentable. A simple vista, los municipales dieron por hecho que se trataba de una yonqui en avanzado estado de adicción.

Trataron de reanimarla, pero se mostraba muy agresiva. Debía de haber consumido bastante más alcohol del que podía resistir y seguramente alguna sustancia tóxica. Parecía enferma y apenas podía sostenerse en pie. Tenía cortes en la cara y la camisa desgarrada. No se acordaba de cómo había llegado allí ni qué había hecho o dónde había estado en las últimas horas. Tampoco recordaba su nombre —o bien no quiso decirlo—. Como toda documentación, llevaba en la riñonera —junto con un librillo de papel, una china de hachís y una llave suelta— una tarjeta de la Seguridad Social a nombre de Eulalia Gracia Montero, natural de Cádiz, de veintisiete años de edad.

En cuanto los miembros de la UDEV oyeron por la frecuencia policial que compañeros de la Policía Municipal solicitaban más información sobre una ciudadana con esos datos, la subinspector Zamora, que recién había fichado en comisaría, con resaca de la noche anterior, salió disparada hacia el castillo de Santa Catalina.

En el vestíbulo de la comisaría se cruzó con Antonio Castillo, que llegaba de su casa justo en ese momento. En cuanto le hubo explicado adónde iba, el comisario aplazó en el acto lo que tuviera que hacer y se fue con ella.

En apenas unos minutos, tras haber recorrido a bastante velocidad, con la sirena puesta, el Campo del Sur, llegaron al punto donde los municipales seguían custodiando a Eulalia Gracia.

La habían sentado en un banco. Estaba con la cabeza agachada y la cara blanca como una máscara de carnaval.

Castillo y Macarena se sentaron junto a ella, uno a cada lado. A sus primeras preguntas, Eulalia se limitó a encadenar ininteligibles sonidos y, como si le hubiera entrado un ataque de sueño, a recostarse contra el hombro del comisario, manchándole la bocamanga de la americana con una saliva de color rosado. A través de sus agrietados labios, rojizos hilos ribeteaban sus palas dentales. El aliento le olía hediondo.

Castillo le hablaba suave y pausadamente.

—Todo está bien, Eulalia, no pasa nada… Lo importante ahora es que te tranquilices. No tengas miedo, no vamos a hacerte nada malo. Al contrario, hemos venido a ayudarte. Porque necesitas ayuda, eso es evidente. Voy a pedirte que nos dejes cuidarte. ¿Me estás entendiendo, Eulalia?

—¿Por qué quiere cuidarme? ¿Es usted médico?

—Soy comisario de Policía.

—Me alegro por usted.

—Enseguida iremos a que te vea un médico.

—Enseguida no: nunca.

—No tenemos prisa, Eulalia. Iremos cuando quieras.

Pese a su aparente calma, Castillo no lograba liberarse de la tensa sensación de estar dirigiéndose a la misma mujer que, una década atrás, cuando solo tenía diecisiete años, había acuchillado a una compañera del colegio que no le había hecho absolutamente nada. Luchando por apartar de su mente las imágenes de aquel salvaje apuñalamiento —Eulalia había hundido el cuchillo



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